Ivonne Bordelois

Riesgos ciertos y falsos en la vigencia de la lenguaIvonne Bordelois
Escritora y lingüista (Argentina)

Mi primera observación es que el tema de este encuentro, identidad y tradición, ambas nociones referidas al español, se inclina peligrosamente a un tratamiento retórico de lo obvio, que procuraré soslayar. Una lengua hablada por 400 millones de personas, una lengua en donde no se pone el sol, desde las Filipinas hasta México, no necesita documentos de identidad. Y en cuanto a nuestra tradición, nuestra tradición se llama el Arcipreste de Hita y se llama Jorge Manrique, se llama Luis de Góngora y Francisco de Quevedo, se llama García Lorca y se llama García Márquez, se llama Gabriela Mistral y se llama Violeta Parra, se llama Jorge Luis Borges. Vaya si tenemos tradición y si nos sobra identidad.

Dos objeciones se pueden alzar contra esta afirmación: una falsa y otra cierta. La falsa se refiere al hecho de que el español de nuestro de estos días vive amenazado bajo una avalancha de términos tecnológicos y financieros que vienen del hemisferio norte. Contra las voces alarmistas que se levantan en este sentido, entiendo que la identidad del español no sufre en este trance mayor peligro, del mismo modo que la identidad del inglés no corrió riesgos con la enorme proporción de términos románicos que se incorporaron a su léxico. Antes bien, el inglés se enriqueció, se matizó y flexibilizó con estas influencias, para su propio brillo y ventaja.

Por lo contrario, creo que la identidad se construye en el diálogo con lo otro, y que en ese sentido tenemos una ventaja sobre el inglés, que es, por su volumen y expansión, nuestro interlocutor natural en occidente. Esa ventaja consiste en que la mayoría de los hispanohablantes cultos de esta generación conocen el inglés, es decir, lo hablan o lo entienden, mientras que, en general, el anglohablante nativo no conoce el español.

Ésta es la ventaja con que cuentan los invadidos frente a los invasores, la misma ventaja que hizo del territorio romance un semillero de lenguas magníficas frente al latín imperial. El monolingüismo es una suerte de monoteísmo fundamentalista que no favorece a sus creyentes. Y como entiendo que la pregunta fundamental para asentar nuestra identidad debe ser, no «¿cuántas lenguas habla Ud.?» sino «¿Cuántas lenguas escucha Ud.?» pienso que nuestro oído es más rico y más fino, del mismo modo que una persona adquiere mayor conciencia de su identidad cuando descubre y acepta en ella misma los componentes del otro sexo que también la habitan.

Lo que sí preocupa es que detrás de la cortina de humo de la discusión sobre purismo y bastardía en el léxico, se soslaya una discusión más importante acerca del verdadero receso que estamos experimentando en manos de los mercaderes de la cultura y de esos poderosos almaceneros que son los dueños de la publicidad, los mandarines de las grandes firmas discogáficas que ensordecen al mundo y los ejecutivos de las grandes editoriales en toda la extensión del mundo alfabetizado. Más grave que el que nuestros adolescentes digan chatear es que crean que la Coca-Cola es una bebida imprescindible, el popcorn un alimento nutricio y Titanic una gran película. Más importante que el número de anglicismos que se infiltan en el español es la desproporción entre la venta de best sellers anglosajones impuestos por una maquinaria de publicidad abrumadora y el número de libros en español que se traducen y publican en inglés. Hay en este sentido una iniquidad permanente, un lavaje de cerebro planetario sumamente eficaz que nos está barriendo en nuestra capacidad perceptiva crítica, no ya como hispanohablantes, sino como seres humanos sensibles y pensantes: y esto sí es grave y denunciable, y urge abocarnos con toda nuestra fuerza y lucidez a esa denuncia. No es la tradición ni la identidad del español la que está en causa en estos momentos. Lo que está en causa en todos los rincones del planeta es la sobrevivencia de la palabra humana: la palabra bantú, la palabra guaraní, la palabra china, la palabra irakí, la palabra vasca, la palabra francesa, la palabra catalana. Lo que está en causa es la subsistencia de la mera palabra, la que todos los días debe levantarse y lavarse la cara ante las innumerables toneladas de basura que le arroja la televisión chatarra, la prensa cipaya, la radio obscena, la música ensordecedora, la propaganda letal. Los medios son los artífices ciegos y eficaces de un mundo en que un lenguaje sordo y pertrechado de frases hechas y mentiras, nos quiere obligar a ser esclavos del trabajo a destajo, autómatas de la información planificada y consumidores incondicionales de bienes superfluos. El brillo de la palabra verdadera, la palabra gratuita, inagotable, la palabra poesía, la palabra creativa, la palabra humor, la palabra solidaria, la palabra placentera, ese brillo es insoportable a los ojos de los fabricantes de muerte que nos rodean y acorralan. Por eso han desaparecido los fogones del cuento nocturno, por eso han desarrollado la monstruosa industria del entertainment, por eso las letras de las canciones más hermosas se ven arrasadas y remplazadas por los alaridos de una lírica metálica y despiadada que sólo ensordece y aturde el corazón de nuestros chicos. Por eso y porque temen que de los fuegos de la palabra resucitada se vaya encendiendo la crítica implacable que merecen.

Si la primera objeción resultaba irrelevante pero ocultaba una amenaza cierta, de carácter más general, la segunda objeción se refiere a un peligro verdadero en cuanto a la tradición e identidad particular del español. Se trata del destierro de los poemas aprendidos de memoria en la escuela, un olvido que atenta en verdad contra nuestra identidad y nuestra tradición más profundas. Los mismos que dicen que los niños no deben aprender de memoria y han desterrado la enseñanza de la poesía en las escuelas —en primer lugar, porque son incapaces de enseñarla— son los que imaginan que la memoria es una propiedad de la computadora, sin entender que la computadora es sólo una simulación de la maravillosa memoria humana. Son los mercaderes de la electrónica y también los empresarios de las fúnebres pompas del lenguaje, los enterradores oficiales del verbo. Hay que denunciarlos, hay que hostigarlos, hay que remplazarlos. Hay que rescatar la poesía, nuestra espléndida poesía, de las mazmorras a las que la somete una mal llamada cultura sin imaginación y sin amor. Hay que reimplantarla no sólo en los programas escolares sino en los medios masivos de comunicación y en la mente y el corazón de todos los hispanohablantes. La lengua española, única en crear un romancero popular e inmortal que todavía en la Argentina nos alumbra, así como nos sonríe en los cantos de nuestros payadores, la lengua española, única en las posibilidades inmensas de sus hermosas y fluidas rimas asonantadas, tiene mucho que decir en esta batalla. Desde su tradición deslumbrante, incuestionable, y de su identidad en permanente recreación, desde su vigencia planetaria y su vitalidad poética formidable, desde la gloria de sus escritores famosos y la originalidad de sus escritores y hablantes desconocidos, el español debe llegar a ser una lengua consciente de sus poderes, a la altura del desafío que nos amenaza. Por algo en ella flamea, vecina etimológica de la espiga y del esperma, la preciosa palabra esperanza.