Fueron las comunidades gallegas de América quienes, con su entusiasmo patriótico y su generosidad económica, hicieron posible la constitución de la Real Academia Galega en el año 1906, año en el que S. M. el Rey Alfonso XIII aprobó sus estatutos.
En la más absoluta soledad, por lo que a instituciones dedicadas a nuestra cultura se refiere, con una Universidad que vivía de espaldas a nuestra realidad cultural, nacía la Academia Galega con el firme propósito de investigar y difundir nuestros valores culturales y muy especialmente la lengua gallega.
En estos casi cien años de vida ha procurado, con mejor o peor éxito, cumplir sus objetivos programáticos, aunque haya tenido que pagar en determinadas circunstancias históricas un elevado peaje para sobrevivir. Durante cuarenta años de dictadura franquista no pudo cumplir eficazmente, por razones obvias, su compromiso con la lengua gallega. Ahogada económicamente, entre otras causas, porque las subvenciones procedentes de América se interrumpieron en el año 1936, e imposibilitada oficialmente para investigar y proteger el idioma gallego, tuvo la dignidad suficiente para resistir, cumpliendo algunos de sus imprescriptibles compromisos de forma semiclandestina. El sillón vacío y nunca ocupado de Castelao, miembro numerario, simbolizó, en cierta manera, esta forma de resistencia.
La Real Academia Galega, actualmente constituida por treinta miembros de número y sesenta correspondientes, dedica hoy sus mayores esfuerzos a la investigación y fomento de la lengua gallega a través de sus seminarios de Lexicografía, Sociolingüística, Terminoloxía Científico-Técnica en lingua galega, Onomástica, Gramática, Literatura e Historia. Más de un centenar de investigadores, integrados en los distintos seminarios, colaboran activamente en este objetivo.
Conforme a la ley de Normalización Lingüística, vigente en la comunidad autónoma gallega, se reconoce a la Real Academia como autoridad para la normativización del idioma gallego. En virtud de esta facultad estudia y revisa periódicamente las Normas Ortográficas e Morfológicas do Idioma Galego, la última de ellas publicada en el año 2003.
Si la Academia tiene, en exclusiva, la responsabilidad normativa para la actualización y el uso correcto de la lengua gallega; por lo que respecta al fomento y estudio de la lengua gallega existen hoy en Galicia otras instituciones, además de las tres universidades gallegas, como son el Consello da Cultura Galega y el Centro de Estudos Ramón Piñeiro para a Investigación en Humanidades, que junto con Dirección Xeral de Política Lingüística de la Xunta de Galicia, trabajan en esta dirección.
Una de las responsabilidades de la Academia y de las instituciones citadas es la de auscultar permanentemente el estado de salud de la lengua gallega. Y desde hace algunos años se está constatando un hecho preocupante: la caída del uso del gallego en la juventud, especialmente en la juventud urbana.
No se trata de elaborar un informe dramático del uso de la lengua gallega, sino de presentar algunos rasgos inequívocos de defecciones, de deserciones.
Nuestros estudios revelan que el 62,4 % de los gallegos reconocen que el gallego es su lengua inicial; frente al 26 % que tienen al castellano como lengua materna y un 11 % que acredita que su lengua inicial es por igual el gallego que el castellano. Este dato no es preocupante como no lo es que el 97 % reconozcan que entienden el gallego; que el 86,4 % se consideran capaces de hablarlo; que el 45 % tienen interés por leerlo; o que el 70 % reconocen que hablan sólo o preferentemente el gallego.
La preocupación empieza cuando analizamos el uso del gallego por edades. Entre los 16 y 25 años, el 53,4 % de los entrevistados reconoce que su lengua preferente es el castellano. De consolidarse esta proporción nos encontraríamos con que empieza a resentirse la reproducción del gallego en la juventud, que es el vehículo normal y habitual de reproducción en la sociedad.
Quien conozca la configuración social de Galicia sabe que hay tres niveles poblacionales perfectamente definidos: el urbano, el semiurbano y el rural. Mientras que en los sectores rural y semiurbano la fidelidad a la lengua está bastante consolidada incluso en la juventud, no sucede lo mismo en las ciudades.
Estamos hablando del uso oral de la lengua, pero hay otras constataciones también preocupantes, por ejemplo, la reducción del mercado del libro en gallego. Aunque no sea yo la persona más capacitada para hablar de este tema, sí me afecta en cuanto significación social que supone por la caída del uso de la lengua que conlleva.
En el año 2003 se han publicado en gallego 1828 libros, que significan el 2,5 % de los libros editados en España, muy lejos del 11,4 % de libros escritos en catalán y poco superior al 2,1 % de libros impresos en eusquera. La reducción de este mercado todavía se pone más de manifiesto en las cortas tiradas de la mayoría de los libros en lengua gallega, lo que produce una grave crisis editorial en nuestro país.
Para poder situar adecuadamente el problema editorial será conveniente recordar la experiencia llevada a cabo por el periódico La Voz de Galicia en el año 2003 que, contando con la colaboración de las editoriales y de los autores, situó en el mercado 100 títulos en lengua gallega por un precio muy módico. La experiencia tuvo tal éxito que se colocaron más de 10 millones de ejemplares. Aún cuando esto se vio favorecido por el despliegue poco habitual de una gran propaganda, este hecho parece revelar que el mercado editorial en gallego está abierto y que es el precio y no la lengua lo que limita este mercado. Es decir, que si gracias a una inteligente y valiente política de los poderes públicos fuera posible el abaratamiento de los costos de la producción editorial, el mercado podría seguir funcionado en forma positiva. No hay, pues, rechazo a la lengua.
La normalización del gallego y la captación de la juventud para su uso no pueden hacerse exclusivamente desde las instancias educativas o académicas, que conllevan siempre el peligro de la instructiva resistencia. Es necesario que la normalización de la lengua acompañe al joven en su desarrollo: en el cine, en el teatro, en el deporte, en el ocio. No proseguimos en esta línea para que mi comunicación no se convierta en una radical crítica a la forma con la que los poderes públicos afrontan estas realidades.
Cuando los padres de la vigente Constitución Española, promulgada en el año 1978, la diseñaron como un proyecto de vida en común, tuvieron presente como uno de sus ejes estructurales el «proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas, tradiciones, lenguas e instituciones» y de acuerdo con esta premisa dispusieron en su artículo 3 que el castellano «es la lengua oficial del estado y que las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas comunidades autónomas de acuerdo con sus estatutos» y añade: «la riqueza de las distintas nacionalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección».
Es decir, que las lenguas que se hablan en España pertenecen al patrimonio del Estado, no sólo al patrimonio de una autonomía. Constituyen una riqueza que el Estado debe tutelar y proteger, algo a lo que no se le puede dar la espalda sin menoscabo del patrimonio histórico estatal.
El hecho de que existan autonomías y que éstas, de acuerdo con la sensibilidad del partido que las gobierne, protejan más o menos, según las circunstancias y los lugares, a sus lenguas, no disminuye en nada la responsabilidad del Estado que, para ello, tiene una competencia radical.
Después de 25 años de vigencia de la Constitución quizá llegó el momento de plantearse cómo los gobiernos han cumplido con esta obligación. Tomado el pulso a la realidad, el hecho de que existan disimetrías en los avances y retrocesos de las lenguas minoritarias del Estado debería preocupar a todos y en consecuencia asumir las cuotas de responsabilidad. Quizá también ha llegado el momento en que el Gobierno del Estado, al trazar sus estrategias presupuestarias, deba tener en cuenta que existen valores tan hondamente integrados en el humus de nuestras sociedades, que precisan aportes y apoyos para que la globalización no elimine nuestras señales de identidad. Quizá llegó el momento de que el Estado tome más en serio el cumplimiento de unos objetivos y promesas formulados en el texto constitucional.
Hace años, el profesor don Antonio Tovar vino a América con el exclusivo objetivo de grabar en una cinta magnetofónica las palabras de una anciana antes de morir. Era la superviviente de un pueblo y de una lengua que con ella desaparecía para siempre. En algún lugar de España estará esta cinta. Nadie, que yo sepa, ha llorado la muerte de aquella lengua. Que no tengamos un día que llorar la extinción de alguna de nuestras lenguas en las que se escribieron los poemas más hermosos y la épica más gloriosa.
Que tampoco se nos condene a buscar la supervivencia en otras lenguas muy próximas a la nuestra.