He elegido reflexionar en esta mesa dedicada a la relación de la lengua con la creación literaria, sobre un tema que, como escritor de ensayos, me ha preocupado: las vinculaciones del pensamiento y la lengua española o del español como lengua del pensamiento. De inmediato aparecen dos preguntas: la primera si es posible pensar en español. En el caso de responder afirmativamente surge la segunda pregunta ¿qué se puede o se debe pensar en español
Heidegger, uno de los maestros del pensamiento de la llamada «postmodernidad», respondería a este interrogante, sin titubeos, afirmando que no es posible pensar en español. Este rechazo está implícito en su tajante afirmación de que sólo el griego y el alemán son lenguas aptas para hablar en filosofía y que, entre ambas, existe un parentesco singular. Consideraba que la traducción del pensamiento griego al latín fue un acontecimiento nefasto que, aún hoy, nos impide acceder al pensamiento griego. Cuando los pueblos de lengua latina comenzaron a pensar, sostenía Heidegger, no pudieron hacerlo en su propia lengua, hubieran debido hablar en alemán.
Consecuente con esta manera de pensar, Heidegger no creía en la posibilidad de traducir el pensamiento. «Sólo las cartas comerciales pueden traducirse», decía.
Inauguraba así la corriente de la «condición lingüística» del pensamiento y de la existencia humana, que luego desarrollarían los estructuralistas y postestructuralistas
Esta posición sobre la intraducibilidad del pensamiento remite a las fuentes del prerromanticismo y el romanticismo alemán. Herder, precursor de tantas ideas en auge, proclamaba la intraducibilidad de las lenguas: «Cuando trato de hablar en una lengua extranjera —decía— su espíritu se me escapa». Consecuente con estos conceptos, Herder elaboró una caracterología de las lenguas, según la cual la lengua francesa era inmoral, adecuada para el disimulo y la traición, en tanto que la lengua alemana sólo se prestaba para expresar la verdad.
A comienzos del siglo xx, Spengler reforzaría esta corriente de pensamiento con su filosofía cíclica de la historia según la cual las culturas son círculos cerrados e incomunicables entre sí.
Pienso, por el contrario, que las culturas son comunicables y, por lo tanto, todo texto es comprensible , más aún toda lectura es una traducción. Aunque leamos a Platón en griego, se lo debe traducir a códigos lingüísticos, culturales e ideológicos comprensibles para nuestra época; difícil es leer a Platón como lo hacían sus contemporáneos. Por otra parte no, solo existen lenguas diferentes, sino diferencias en una misma lengua. Deben traducirse lo escrito en épocas distantes o en jergas especializadas cuyos códigos desconocemos y aún otros elementos como los lenguajes artísticos y también triviales actividades de la vida cotidiana..
Existen, pues, dos puntos de vista opuestos con respecto al lenguaje: uno universalista, y otro particularista antiuniversalista o relativista o, según la expresión de George Steiner, monadista. Para los relativismos, las culturas, y por tanto las lenguas, serian círculos cerrados e incomunicables; sólo los aspectos más superficiales podrían ser trasmitidos pues lo más interesante y profundo seria inefable. Toda traducción sería, a lo sumo, una paráfrasis, una aproximación analógica.
La perspectiva universalista, fundamento del humanismo racionalista clásico, por el contrario, comporta una visión optimista; cree que todo puede comunicarse más allá de las fronteras de la lengua; y traducirse porque la estructura subyacente del lenguaje es universal, común a todos los hombres. Las diferencias entre los idiomas son secundarias, y la traducción no es sino la identificación de los universales genéticos, históricos, sociales. Lo constitutivo de la humanidad es el lenguaje; lo secundario la existencia de tal o cual idioma, cuya formación dependería de los avatares históricos, y de circunstancias sociales, políticas y económicas.
Después de producida la dispersión de la raíz indoeuropea, las diversas lenguas siguieron mezclándose como consecuencia de las relaciones recíprocas —guerreras, comerciales, políticas o tecnológicas—, entre los pueblos. No hay lengua que sea expresión de un solo pueblo. La pureza en la lengua, como en la realidad humana, es contraria a la vida; toda lengua es esencialmente impura, babélica, mestiza, bastarda, promiscua, y está bien que así sea. Por el contrario, las lenguas que se extinguen son las pertenecientes a comunidades cerradas y aisladas.
Las lenguas son históricamente inestables y cambiantes. Hay pueblos que han cambiado su idioma a lo largo de la historia —los normandos y los judíos de la diáspora— y mantuvieron, no obstante, su identidad cultural. Las contingencias de las luchas políticas llevaron a algunas naciones al bilingüismo o plurilingüismo, sin perder por ello su unidad. Asimismo han existido dialectos con posibilidades abortadas de devenir idiomas e idiomas que hubieran podido ser solo dialectos.
Una misma lengua puede ser hablada por pueblos diversos y alejados geográficamente. El español es uno de esos casos —también el portugués, el inglés y el francés—. A pesar de ser las lenguas de los invasores, de los conquistadores, lograron crear la unidad de continentes enteros desgarrados por numerosos dialectos incomprensibles entre sí. En América, no sólo las tribus indígenas sino aun las antiguas civilizaciones indígenas se ignoraban unas a otras, por la total falta de comunicación. Sólo la lengua de los colonizadores europeos logró crear un idioma común y, por tanto, la conciencia de comunidad continental americana antes inexistente.
La vinculación de la lengua con sangre, la tierra o un supuesto ser nacional de las teorías étnicas o racistas, es refutada por el hecho de que lenguas como el español han podido trasplantarse y arraigarse en América, y seguir siendo tan vivas y aun enriquecerse. Lejos de ser la manifestación de la esencia profunda de un pueblo, la lengua mostraría, por el contrario, la interdependencia entre los pueblos más diversos y, en última instancia, el carácter irresistiblemente universal de la comunicación humana.
El trasplante de la lengua no se da tan sólo en los pueblos sino también en los individuos, como es el caso de escritores que adoptan una lengua distinta a la natal. Uno de los españoles más lúcidos del siglo xix, José Blanco White, escribía en inglés. También otros dos españoles, Jorge Santayana y Jorge Semprún, escribieron uno en inglés y el otro en francés. Un argentino, Héctor Bianciotti, escribe en francés y ha llegado a la Academia de las letras francesas. Por su parte, Paul Groussac, un francés emigrado adoptó el español y renovó la prosa de la literatura argentina al punto de haber influido profundamente en Borges.
Estos planteos han marcado buena parte de la problemática adoptada por los pensadores de lengua española según opten por una concepción clásica, universalista y humanista del lenguaje o, por el contrario, por una visión irracionalista romántica o neorromántica. Para unos, el pensamiento consistirá en analizar los conflictos que atañen al ser humano y el carácter peculiar que puede darle su circunstancia histórica. La condición de ser hispano o hispanoamericano vendrá por añadidura, sin buscarlo deliberadamente y aun sin advertirlo.
Para los otros, en cambio, ocuparse de los temas filosóficos universales sería una manera de evadir lo, por ellos considerado como único e importante: reflexionar sobre la propia peculiaridad; la hispanidad dejaría de ser una condición histórica para transformarse en una categoría ontológica. Mientras unos interpretan los problemas particulares en términos universales, los otros reducen lo universal a términos particulares.
Un ejemplo paradigmático de esta última posición sería Menéndez y Pelayo con su idea de la ciencia castiza, del pensamiento español como «un cuerpo vivo por el cual circula la savia de esa entidad realísima e innegable (…) que llamamos genio, índole o carácter nacional». Variantes de la misma concepción, con matices, se encuentra en algunos miembros de la generación del 98 —Miguel de Unamuno, Ramiro de Maeztu, Angel Ganivet— que convirtieron en virtudes nacionales ciertos rasgos típicos que no eran sino productos del atraso. Sin darse cuenta, estos casticistas coincidían con los viajeros en busca de la arqueología, el folclore, el tipismo de la «tierra extraña». Paradójicamente, su antieuropeísmo estaba influido por el francés Maurice Barrés, precursor del género literario de las esencias telúricas. En el pensamiento latinoamericano este modo de pensar fue el representativo de algunos mexicanos desde José Vasconcelos al primer Octavio Paz; en los argentinos, Martínez Estrada y sus continuadores. Una crítica lúcida de esta posición puede leerse en El espíritu de la filosofía hispánica de Eduardo Nicol, un español exiliado en México y, por tanto, perteneciente a la vez a la cultura española y a la iberoamericana.
José Ortega y Gasset que fuera, durante buena parte del siglo, el más influyente escritor tanto en España como en América latina, ha sido representante alternativamente de las dos líneas opuestas. El joven Ortega, el de Meditaciones del Quijote, formulaba una teoría de los estilos de vida de los pueblos y hablaba de la «heterogeneidad insuperable que yace en el fondo de los destinos étnicos», ubicándose, de ese modo, en la línea que encierra el pensamiento en el círculo de la propia comunidad. La influencia de Spengler de quien había sido editor y prologuista lo predisponían no sólo a orientar las ideas hacía la realidad circundante, sino a reducirlas , a la búsqueda de «la interpretación española del mundo» —son palabras del propio Ortega— en lugar de la interpretación de España por medio de conceptos universales.
Pero, al mismo tiempo, Ortega se arrogaba la misión pedagógica de difundir el pensamiento europeo, en sus más variadas expresiones, de abrir España al mundo y ubicarla a la altura de los tiempos. En ese sentido fue un portavoz de la cultura universal y, por lo tanto, traductora, que considera que aquella se ahoga en la autarquía y sólo vive de la interrelación con otros. De ahí que Revista de Occidente, la revista y la editorial con sus traducciones del pensamiento contemporáneo, fueron su mejor obra.
La falta de pasado prestigioso, de ruinas históricas, en la ciudad de Buenos Aires, que no conociera ni un gran pasado colonial ni una importante civilización indígena , impuso a la intelectualidad del siglo xix, la cultura universalista, asimiladora, traductora. El cosmopolitismo, el europeísmo, el occidentalismo no fueron tan sólo frivolidad esnobismo o cipayismo, como dicen los nacionalistas, sino que también representaban el anhelo, paradójicamente patriótico, de ubicarse a la altura de los países más avanzados.
Hacia fines del siglo xix y durante la primera mitad del siglo xx, Buenos Aires, a pesar de su desfavorable situación geográfica, llegó a constituirse en una rosa de los vientos, en un cruce de caminos de distintas lenguas y culturas, que aportaron las corrientes inmigratorias, a las que se sumaron luego los exiliados por las guerras y las persecuciones políticas en Europa. En esas condiciones únicas en el continente, la apertura a todas las ideas, el anhelo de asimilar el acervo de todo el mundo fue una actitud distintiva de su intelectualidad. La mezcla de lenguas, nacionalidades y creencias hicieron a sus habitantes más abiertos y universales que los propios europeos. En épocas en que España entraba culturalmente en un cono de sombras bajo la censura de la dictadura, españoles exiliados en Buenos Aires, junto a algunos argentinos, hicieron posible que la cultura universal contemporánea pudiera seguir siendo accesible al mundo de habla hispana, como lo han reconocido muchos escritores españoles formados en los años de la inmediata posguerra.
Los escritores argentinos no se han limitado a ser consumidores de esa cultura universal sino que a su vez, la difundieron en lengua española. Debe reconocerse que, de las lenguas neolatinas, tal vez la española haya sido la más generosa en traducir la literatura y el pensamiento de otras lenguas, algo que, lamentablemente, no ha sido recíproco.