«Era entonces la tierra de un solo leguaje y de unas mismas palabras». Estamos antes de la Torre de Babel. Sólo por venir de la Biblia, Génesis (XI, I.), se puede dar a la expresión algún crédito, mitológico en todo caso. De allí en adelante cualquier versión terrenal tendrá que aceptar a la diversidad como origen y quizá destino del lenguaje, pero sobretodo como presente locamente vivo. Ni las epidemias del más radical chovinismo lingüístico apoyados con frecuencia en dictaduras y regímenes autoritarios, Trujillo por ejemplo, ni las furias puristas de inútiles sables conceptuales han podido impedir esa apasionante marcha del hombre sobre el hombre mismo. Es una marcha rebelde que, sin preguntar, se apropia de la principal herramienta de otros: la palabra. ¿Por qué pierden identidad lingüística?, gritamos con preocupación, pero suicidas nunca han sido. ¿Por qué de nuevo?
Sin pausa, en los hechos, a diario el ser humano nos recuerda que al final del día el lenguaje está al servicio de la vida y no viceversa. Con ánimo de simple provocación recuerdo tres de las motivaciones centrales para ir a la caza de las palabras del otro. Primero, la designación de lo nuevo: la expresión restaura en una oración mayense microchip y nanotecnología en cualquier citadino latinoamericano. La novedad puede ser sólo para uno o ser novedad universal. Segundo motivo, la rapidez como gran que a decir de Calvino es sino de los tiempos que vivimos. Y, finalmente la ignorancia, el desconocimiento de lo propio para enfrentar la vida siempre nueva.
Pero ese frenesí también trae pérdidas irreparables. Ese es quizá el límite: cuando se deja lo propio por ignorancia. ¿Cómo quedarse con lo mejor de los otros sin perder lo propio? Las infinitas raíces arábigas, de aljibe o alberca o las andaluzas, o las indígenas o propias de las etnias locales, tocayo, cacique o butaca sin traicionar aviesamente del castellano es el reto. Pero entonces hay algo que no cuadra. En relación al lenguaje el Estado-nación es un bebé, un niñito, quizá un pibe. Cuando hablamos de internacionalización imaginamos un cruce de fronteras. Este puede ser oficial o subrepticio. Pero esa es sólo la superficie. La mayor internacionalización siempre ha ocurrido entre naciones, es decir grupos humanos, que no tienen un continente formal, es decir que no forman un estado-nación. Los números no dejan escapatoria. A principios del siglo xx había alrededor de sesenta Estados-nación. La cifra se triplicó. Iniciamos el xxi con 193. ¿Cómo explicarlo? La descolonización por un lado, pero del otro también están las reivindicaciones étnicas, culturales, de lenguaje.
Pero de nuevo las cifras no permiten escapatoria. Sin alegar demos por válida la cifra de 600 lenguas vivas y 5000 etnias con ánimo de diferenciación. A cada nación corresponderían tres lenguas y 25 etnias. México sólo trae más de 50 lenguas vivas, buena parte de ellas condenadas a la extinción por lo menos social. El español, este español abierto a América pero consciente de los riesgos del desfiguro, sigue teniendo frente a sí la fantástica responsabilidad de convertirse en una verdadera lengua franca que entre el guaraní, el quechua, el ñañú pero también el español cubano de Miami, el portorriqueño de Nueva York o el mexicano de Chicago o Los Ángeles. ¿Es este un trabajo diplomático? Sí, por supuesto y algunas metas son claras, el bilingüismo en al norte del Río Bravo. Pero sobre todo es un trabajo para que los países atiendan a sus naciones en sentido étnico para incorporar su riqueza de manera ordenada. En ello el Diccionario Panhispánico de Dudas puede desempeñar un papel señero de amable puerta de entrada al inevitable código más o menos común que supone toda lengua. «Lo que hace problema a un problema —decía Ortega y Gasset— es contener una contradicción real».
Por allí llegamos a una versión del español internacional: aquel que sea capaz de abrazar a las múltiples naciones que pugnan por su identidad pero que corren el peligro de caer en el soliloquio. No se trata de la eutanasia de las lenguas originales, por el contrario, se trata de capturar una brutal riqueza lingüística y tender un puente sólido y riguroso hacia ese continente mayor que siempre ha sido el español.
Hay un una última distinción obligada. Montañas se han escrito sobre la vocación natural de las lenguas. El lugar común es afirmar al alemán como el idioma de la filosofía dada la facilidad de construcción conceptual que brinda. Pero esos argumentos con frecuencia parecieran no tener estructura ósea. ¿Cómo sostener que el griego no posee vocación filosófica? Pero el fenómeno es real: ni hablar, la producción filosófica se trasladó del griego y del latín al inglés, parcialmente al francés y por supuesto al alemán. Pero no estaremos imputándole al lenguaje lo que no es su responsabilidad. Tomemos otro enfoque. Recientemente el poeta Jaime Labastida recordaba otro momento de la producción que con frecuencia olvidamos. Francisco Suárez era español y los jesuitas lo lanzaron al orbe. El italiano Tomás de Aquino fue divulgado por los dominicos. Agustín de Hipona, ese gran latino-africano, fue adoptado por los franciscanos. Descartes y Leibniz escribieron en latín.
Si la filosofía es el camino a lo universal yo me pregunto cuáles son nuestras principales cartas para recuperar nuestros orgullosos orígenes greco-latinos. ¿Cómo podemos pretender que nuestros pensadores acceden a la producción universal en nuestro idioma, al esfuerzo del concepto del que hablaba Hegel, cuando en nuestras universidades esas raíces están prácticamente olvidadas? No se trata entonces en qué idioma se producen los términos universales sino simplemente de observar qué tanto estamos invirtiendo y explotando lo que es nuestro por origen. No es coincidencia que la enseñanza de la riqueza grecolatina sea permanente y amplia en Alemania y Francia. Tampoco es coincidencia que muchos de los principales centros de investigación filosófica estén en los Estados Unidos. De qué nos asombramos cuando leemos en Popper, o Berlin, o Habermas o Nozick desprendimientos de la filosofía grecolatina que nosotros hemos descuidado. Decir latino hoy para la gran mayoría de los jóvenes de nuestras naciones remite a una actitud alegre, de fiesta a ritmo tropical. Pero y nuestros sabios, Cicerón, Virgilio, Horacio, Séneca, Juvenal y por qué no Sor Juana, por recordar sólo a algunos, todos aquellos que accedieron a lo universal por los senderos originales de nuestra lengua, ¿qué estamos haciendo como esfuerzo articulado y consistente para ser dignos herederos de su tradición? Heredar es portar, es suceder, es ocupar con dignidad un espacio. Heredípeta es el que se apropia de lo que no es suyo. ¿Cómo denominar a quien desprecia una herencia?
Un español internacional, común entre nuestras naciones, no sólo es una estrategia de política cultural, sino un acto civilizatorio que está en nuestra lista de dolorosos pendientes. Mientras en nuestros países pervivan seres humanos aislados del mundo por desconocer ese deslumbrante puente de entendimiento entre los seres humanos y las naciones que es el español, no podremos decir que nuestra lengua ha cumplido su misión. Pero la internacionalización sólo es el primer paso. Regresar a nuestra universalidad de ideas-fuerza como justicia, igualdad, ley todas en nuestro pasado, en nuestra herencia de nuestra poderosa lengua, es el rumbo final que nos marca la rosa de los vientos.