En un mundo marcado por identidades que se defienden a menudo con violencia, en el que ya parece lejana cualquier idea de internacionalismo y donde la lengua viene a ser un componente más de exaltación particularista, creo que tiene bastante sentido congregarnos para reflexionar sobre el español, idioma que en este momento es el tercero en número de hablantes del planeta, considerar hasta qué punto define una identidad, cómo lo hace, y cuáles pueden ser sus aspectos más vulnerables.
Ante todo, hay que recordar que el español proviene de numerosas hibridaciones. Nadie puede enorgullecerse, en esta lengua, de la pureza originaria que otros hablantes podrían reclamar para las suyas. En este idioma han venido a verterse, a adaptarse y a cristalizar muchas aportaciones a lo largo de muchos siglos. La lengua española, hasta el momento de su primer esplendor clásico, es resultado de una ininterrumpida sucesión de añadidos y de cuñas conceptuales y melódicas. El mosaico léxico y tonal que hoy compone esta lengua en su dispersión universal es clara muestra de esa evolución y de su capacidad de adaptación a muchos espacios diferentes. A veces, cierta vanidad provinciana hace que en España algunas regiones presuman de hablar «el mejor español». Quimera pueril, pues a estas alturas sabemos de sobra que el mejor español puede hablarse en muchos sitios del mundo, allí donde el idioma se expresa con precisión y cuidado, sin que ya nadie pueda presumir de poseer la auténtica música y el único repertorio verbal del español, que en la propia España se interpreta a través de variadas melodías y modismos. Nuestra lengua ha descentralizado su modelo, y la conciencia sincera de ese hecho debería ser el primer dato a tener en cuenta a la hora de reflexionar sobre ella.
Se puede asegurar que la lengua española se encuentra en un momento de enorme energía y que por ella misma sobrevive. Sin límites geográficos concretos y no amenazada por ningún horizonte de caducidad, sus hablantes no tenemos otros deberes para con ella que no sean el hablarla lo más correctamente que podamos, procurando no corromperla. Debemos utilizarla libre y naturalmente dentro de los hábitos de nuestros particulares espacios de convivencia. El hecho de que en tantos países del mundo, en estos tiempos de múltiples corrientes migratorias, utilicen esta lengua varios millones de personas, crea una realidad con demasiadas facetas individuales y colectivas como para pretender reducirlas a una sola perspectiva. La identidad que impregna la lengua española ni es única, ni es unidireccional, ni está elaborada con los mismos componentes.
Podría decirse que, en este momento de la historia, el español compone una hiperidentidad, capaz de albergar bajo ella muchas identidades nacionales y locales, muchos grupos con identidades domésticas diferentes, estableciendo así una afinidad universalista, por medio de cierta unificación invisible que se superpone a etnias, países y peculiaridades culturales. Acaso el famoso canónigo del Quijote la hubiese denominado «identidad desatada», por sus muchas vertientes, facetas, ámbitos y peculiaridades, y sin duda esta dimensión ha venido a ser su mayor grandeza, la capacidad de abarcar espacios muy extensos y servir a hablantes muy diferentes entre sí.
En nuestro caso, además, ese espacio dentro del cual conviven tantas identidades llenas de personalidad tiene un aspecto, el de la literatura, que también se define como el resultado de muchas aportaciones e injertos distintos y no como una expresión cerrada y unívoca. En las sucesivas expresiones históricas de esta lengua se vienen escribiendo y publicando ficciones al menos desde hace ocho siglos, durante los cuales, el entorno ibérico primero y luego el continente americano, recibieron aportaciones de diversos imaginarios. Como fundacional en el lado americano del océano, hay que recordar al inca Garcilaso de la Vega, que supo narrar la historia de sus antepasados americanos a la luz de la cultura grecolatina, como seña de una nueva literatura capaz de integrar historia y mito desde una mirada y una imaginación acordes con su propia modernidad.
Por eso, del mismo modo que el ámbito de la lengua constituye una especie de «identidad desatada», cobijadora de muchas particularidades, se puede decir que, en estos momentos, la expresión literaria en español se nutre también de una «tradición desatada» que alberga elementos variadísimos desde tiempos muy antiguos. Si repaso mi propia experiencia lectora dentro de la tradición de esta lengua, encuentro pacíficamente acomodados, desde mi juventud, a Cervantes y a Góngora con García Márquez y con Octavio Paz; la imaginación de Borges no disuena de algún eco de la del infante don Juan Manuel; el caso que cuenta Lázaro no me hace dejar de escuchar al Hijo de hombre de Roa Bastos; en la realidad de los espacios madrileños de Galdós siento proyectarse retrospectivamente algunas sombras de las ficciones de Baroja o de Vargas Llosa; permanecen vigentes las invenciones de Calderón y de Valle-Inclán junto a las de Cortázar o Max Aub; Rosalía, Rubén, Juan Ramón y Neruda armonizan sus voces; Antonio Machado conversa con Luis Cernuda y con César Vallejo; los cuentos de Clarín y de Ignacio Aldecoa siguen luciendo cuando se encienden los de Bioy Casares o los de Julio Ramón Ribeyro, y se puede ir caminando sin agobios desde Comala hasta Macondo, y acercarse en un placentero paseo a Región, a Santa María, a Celama. Hoy día, la literatura en español es tan diversa que ya no responde tampoco a una sola línea de tradición, salvo la que viene determinada por esa lengua común enriquecida en cada caso con vocabularios cargados de matices.
Sin embargo, no todo pueden ser parabienes. El problema principal con el que nuestra lengua se enfrenta no procede de la falta de horizontes ni de las peculiaridades locales o comarcales —en cualquier caso, estas son piezas que añaden riqueza al colorido general— sino de otros aspectos. Entre ellos, hay algunos que me parecen muy relevantes.
Por un lado está el empobrecimiento léxico, la utilización de latiguillos e idiotismos, la tendencia a la simplificación conceptual excesiva y a la banalización que, al menos en España, afecta cada día más a los hablantes, sobre todo a los jóvenes. Un mundo audiovisual en que predominan objetivos de entretenimiento superficial y la instigación de emociones virtuales instantáneas, va reduciendo el abanico lingüístico y creando modas en que la pobreza expresiva, la acuñación de rutinas verbales inadecuadas y la incorporación de modismos foráneos poco apropiados gozan de paradójico prestigio.
En segundo lugar está el riesgo de un ensimismamiento excesivo en las particularidades regionales, que, como he señalado, suponen un enriquecimiento de nuestra lengua, pero que, llevadas al extremo, pueden llegar a separarla en compartimentos estancos. La similitud de la inmensa mayoría de los conceptos y estructuras que forman la lengua española es uno de los cimientos de nuestra fortaleza verbal colectiva, y su fragmentación en jergas o dialectos, lo que podría denominarse su babelización, sería, además del menoscabo de una evidente riqueza, un elemento debilitador de la red impalpable que permite la directa y fluida comunicación entre todos nosotros.
Otro de los peligros está en el alejamiento que las nuevas generaciones muestran hacia las palabras escritas en los libros, que coincide con cierta idea brumosa de que el libro es un instrumento arcaico, si se lo compara con las más novedosas técnicas de información y comunicación.
En el empobrecimiento, banalización y corrupción del léxico y de las estructuras básicas de composición de la lengua; en la caprichosa o no suficientemente meditada compartimentación dialectal; en la pérdida de influencia del libro, están los mayores peligros para el futuro de todas las lenguas, pero en nuestro caso el peligro puede agudizarse por la enormidad del territorio en que nos dispersamos. El cuidado de la lengua y la difusión del conocimiento de su rico patrimonio imaginario es responsabilidad de los sistemas educativos y de las instituciones públicas, pero también de todas las empresas de edición y de comunicación que la utilizan como un elemento fundamental de su propio desarrollo. Por eso hay que ser consecuentes con ello a la hora de administrar los recursos económicos y humanos y marcar los planes de actuación.
Aunque el tópico quiera que la lengua cristalice en la calle, todos sabemos la importancia que para su conservación en buenas condiciones tiene el sistema educativo. Por lo general, desviamos hacia el sistema educativo las exigencias que deberíamos plantear directamente a nuestras sociedades, que recaban del profesorado, cada vez más, el cumplimiento de nuevas tareas y enseñanzas, e incluso el fomento de valores que no están vigentes en los ejemplos de la vida cotidiana. La preparación de un profesorado idóneo, dotado de medios capaces de apoyarlo con firmeza en su trabajo, es responsabilidad de la sociedad, y el ámbito de la enseñanza de la lengua y de la iniciación a la lectura no puede ser atendido eficazmente sin un profesorado lector y bien formado.
Por otra parte, sin rechazar los aportes que las nuevas técnicas de la imagen y el sonido suponen para la información, la comunicación y el entretenimiento de los seres humanos, hay que seguir considerando el libro como un elemento básico para la formación de los ciudadanos. Aunque sea un instrumento ya varios siglos antiguo y no goce del mismo favor que lo que se denominan «tecnologías punta», el papel del libro en la difusión incontrolada de los saberes y en la democratización de la cultura, su perfecta adecuación para la sedimentación y el debate de las ideas, su condición de motor de la ciencia, del pensamiento civil y de las conquistas sociales, lo siguen manteniendo como insustituible. Los libros —las bibliotecas— tienen que permanecer vivos y vigentes como la mayor reserva intelectual de las esperanzas de libertad y de progreso, y, en concreto, como inmenso depósito de memoria para la conservación de la lengua.
En los libros se conserva la tradición y la realidad multiforme de la literatura en todas las lenguas, porque la literatura es por su mismo concepto universalista, y vuela también por encima de los límites lingüísticos. Sin embargo, en el ámbito de nuestra lengua, los sistemas educativos deberían integrar la ficción, la poesía, todos los aspectos de la imaginación literaria en español, por encima de los límites nacionales, para que su conocimiento impregne a las jóvenes generaciones en la conciencia de que también en materia de palabras escritas hay un patrimonio común polifónico, rico en miradas e imaginaciones diversas.
En el territorio plurinacional de nuestra lengua, la armonización de las políticas educativas, en lo que toca a su enseñanza y a la iniciación en el conocimiento de la literatura en español, debería ser uno de los asuntos prioritarios. Como lo debería ser la puesta en común de normas de uso general para la coincidencia de códigos verbales básicos en los medios de comunicación y en la ficción audiovisual. La solidaridad que debe unirnos en tantos aspectos, y que significa el fundamento mismo de nuestra «identidad desatada», tiene, desde la enseñanza de la lengua, de su difusión, de su uso por aquellos sectores que influyen directamente en el hablante, y del conocimiento común de nuestra cultura literaria, una perspectiva tan estimulante como exigente.