Ángel López García

La tercera frontera del españolÁngel López García
Universidad de Valencia (España)

Permítaseme comenzar diciendo que hace algunos años, tal vez hace todavía muy poco tiempo, el título de este congreso que nos agrupa aquí hubiese resultado inimaginable. En efecto: el español y la ideología, la ideología de la lengua española y otras expresiones por el estilo sólo podían aludir a la historia del idioma, a cuando el emperador Carlos I proclamó que el español es el instrumento adecuado para tratar con Dios o a cuando las repúblicas americanas lo fueron proclamando lengua nacional en sus constituciones. La primera calificación sólo podemos encararla hoy con condescendiente benevolencia. La segunda es una manifestación del viejo tópico romántico de la lengua como espíritu de la nación.

Pero lo de ahora es distinto. Cuando hablamos de lengua española y de ideología creo que estamos hablando de otra cosa: la lengua española tiene una dimensión ideológica no sólo por ser una lengua, sino por su manera de serlo. Lo que pretendo decir es que ninguna otra lengua mundial, que yo sepa, se ha planteado nunca la posibilidad de servir de sustento a una ideología que no estuviese ligada, al mismo tiempo, a un determinado conjunto de textos escritos o hablados en dicho idioma. El inglés es hoy la lengua de la ciencia y también la lengua de los negocios, mas la razón hay que buscarla en que la ciencia moderna se escribe en inglés y los intercambios comerciales se hacen en dicho idioma; en lo antiguo el idioma de la ciencia fue el alemán y antes, el latín. Este mismo latín todavía se presenta como la lengua de la Iglesia católica, en tanto el árabe resulta ser la lengua del Islam, pero ello se debe a que la Vulgata y toda su descendencia canónica están en latín y a que el Corán y sus subsiguientes hadices se escribieron en árabe. 

Nuestro caso es distinto y —concédanmelo— resulta bien intrigante. Aunque no existe ninguna religión que se exprese como lengua sagrada en español, aunque no haya ninguna actividad humana de dimensión mundial (globalizadora, como se dice ahora) que se sustente preferentemente en la lengua española, existen motivos, no obstante, para atribuir una calificación ideológica a nuestro idioma. Es verdad que lo que se está planteando aquí, lo que a mi parecer se esconde detrás de la organización de esta mesa, no carece de antecedentes. Fue un iluminado pensador mejicano, José Vasconcelos, quien escribió:

La ventaja de nuestra tradición es que posee mayor facilidad de simpatía con los extraños. Esto implica que nuestra civilización, con todos sus defectos, puede ser la elegida para asimilar y convertir a un nuevo tipo a todos los hombres. En ella se prepara de esta suerte la trama, el múltiple y rico plasma de la Humanidad futura.1

Como se puede apreciar, todavía no se habla de lengua hispánica, sino de lo que Vasconcelos llamaba la raza hispánica. Mas alentado por dicho concepto, pronto llega el uruguayo José Enrique Rodó a escribir cosas como estas:

Al través de todas las evoluciones de nuestra civilización persistirá la fuerza asimiladora del carácter de raza, capaz de modificarse y adaptarse a nuevas condiciones y nuevos tiempos, pero incapaz de desvirtuarse esencialmente. Si aspiramos a mantener en el mundo una personalidad colectiva, una manera de ser que nos determine y diferencie, necesitamos quedar fieles a la tradición en la medida en que ello no se oponga a la libre y resuelta desenvoltura de nuestra marcha hacia adelante. La emancipación americana no fue el repudio ni la anulación del pasado, en cuanto éste implicaba un carácter, un abolengo histórico, un organismo de cultura, y para concretarlo todo en su más significativa expresión, un idioma. La persistencia invencible del idioma importa y asegura la del genio de la raza [el subrayado es mío].2  

¿Que todo esto suena decimonónico, retórico, irremisiblemente periclitado? Les concedo la menor, pero no la mayor. Desde luego, ni a mí ni —creo— a ninguno de nosotros, mujeres y hombres del siglo xxi, se nos habría ocurrido nunca escribir cosas como estas. Nosotros somos racionalistas, sólo nos atenemos a los hechos. Pero los hechos sociales son una mezcla de cosas y de actitudes ante las cosas. Las cosas suelen hablar por sí mismas, las actitudes necesitan ser valoradas por un observador independiente. De acuerdo: aunque los hispanohablantes del siglo xxi no dejemos de sonreírnos ante el romanticismo de las afirmaciones precedentes, justo es reconocer que las oímos con gusto y que no podemos ser neutrales. Habrá que acudir a los otros, por ejemplo, a los otros por antonomasia.

Cuando un extranjero se dispone a solicitar un número de la Seguridad Social en los Estados Unidos se le exige que rellene un tedioso cuestionario del Department of Health and Human Services. Armado de paciencia ante los inextricables meandros de la burocracia, nuestro solicitante va repasando con la vista el encabezamiento de los distintos epígrafes. Lo ha hecho cientos de veces —cuando se inscribe en un hotel, cuando vacuna a su perro, cuando le ponen una multa—, de manera que lo normal es contestar de forma automática, en una suerte de pausada, y un tanto irónica, cadena de estímulos y respuestas: residencia habitual, edad, nombre de los padres, nacionalidad… Mas, de repente, una de las cuestiones formuladas lo deja perplejo: ¿raza? Nuestro visitante no puede menos que torcer el gesto. Está claro que esta pregunta no es ética. Preguntar por la raza introduce potencialmente una discriminación entre los que rellenan el formulario, por muy opcional que sea la respuesta: da lo mismo tener dieciocho o sesenta años (es un decir: por lo menos la juventud es una enfermedad que, si hay suerte, se cura siempre), ser soltero o casado (nuevamente con todas las reservas imaginables), pero todos sabemos que ni en Estados Unidos ni en otras partes del mundo es indiferente la raza a la que se pertenece. Sin embargo lo más notable no es la pregunta, sino las posibles respuestas que se le sugieren al usuario: blanca, negra, asiática, india, o … hispana. ¿Hispana? Como el solicitante aprendió en la escuela aquello de «blanca, negra, amarilla, cobriza y aceitunada», el formulario, solícito, se lo aclara: «descendiente de españoles» (o, para ser más exactos: «Hispanic (includes persons of Chicano, Cuban, Mexican or Mexican-American, Puerto Rican, South or Central American, or other Spanish ancestry or descendent)», en oposición a «Northern American (Indian or Alaskan Native)».

Se nos podría objetar que esta lista es antropológicamente absurda. No lo dudo. Pero el hecho de que se dé ya es suficientemente representativo. Para la sociedad, al menos para la que subyace a dicho cuestionario (y no hay que olvidar que a comienzos del siglo xxi esta sociedad estadounidense, con sus virtudes y con sus defectos, es la que marca las pautas de cómo se ve el mundo por todas las demás), las cosas son así y no de otra manera: de un lado se establece una oposición tajante entre los explotadores y los explotados, entre lo que, a grandes rasgos, podríamos denominar Occidente y el Tercer Mundo; de otro, se reconoce el extrañamiento inevitable hacia Oriente, y, de paso, se insinúa la preocupación por un futuro en el que los asiáticos parecen estar llamados a reemplazar a los blancos en la toma de decisiones sobre los asuntos del planeta; por fin, y sin causa que lo justifique, los que hablan español en razón de su nacimiento, es decir los hispanos. Es exactamente lo mismo que pensaban Vasconcelos y Rodó.

Cuando, hace ahora quince años,3 tomé nota de las implicaciones de este cuestionario, no podía sospechar que, si bien estaba haciéndome eco de la segunda frontera del español, la tercera la teníamos ya a la vista. Siempre me ha fascinado la dimensión ideológica de nuestro idioma, la circunstancia de que es algo más que una lengua. Imagino que todos los seres humanos pensarán lo mismo de la suya porque las lenguas son el líquido amniótico en el que, lo quieran o no, viven y piensan, nacen y mueren. No estoy hablando de esto: nosotros, hispanohablantes, estamos limitados por el español como los hablantes de urdu o los de yoruba lo están por sus respectivos idiomas. A lo que me refiero es a que la frontera que nos marca el español no es tan sólo una frontera cognitiva —los significados que podemos conocer— y una frontera territorial —el espacio por el que nos podemos mover—, sino también una frontera simbólica de naturaleza ideológica.

La primera frontera la alcanzó durante la Edad Media en la península ibérica. Emilio Alarcos4  supo verlo lúcidamente cuando caracterizó el español como una coiné, como una lengua de intercambio entre peninsulares, antes que como el resultado de la imposición de una variedad románica sobre otras en el centro de la península. El español surgió de una necesidad, pero ello tuvo la consecuencia de erigirlo en símbolo de una ideología: la del hombre nuevo que poblaba territorios ganados a costa de Al-Ándalus, un verdadero hombre de frontera en el que se fusionaban pobladores de variada procedencia.5 Al tiempo que la frontera territorial se dilataba, también lo hacía el horizonte mental de la lengua o, mejor dicho, de lo que su uso implicaba. En la Edad Media el español fue la lengua de los otros, la lengua que adoptaban los pobladores de las nuevas villas forales o la lengua de los sefarditas que no estaban ligados a ninguna demarcación territorial concreta. Fue la lengua onírica de un sueño de libertad individual. 

Luego vino la segunda frontera, la de la raza hispánica de Vasconcelos y de Godó. Pero esta idea no se queda en dichos autores, no es una sugerencia aislada y extravagante. Viene de antes, de la política lingüística de la Iglesia en la colonia, y se proyecta hacia más allá, hacia la ideología de los autores del Ateneo mexicano. Empeñado en propagar el catolicismo, pues con dicho pretexto actuaba en las Indias según la bula papal, el Estado de los Austrias se encontraba con el problema de la enorme variedad de lenguas indígenas que convivían en el inmenso territorio. ¿Qué hacer? La solución parecía obvia: predicar a los indígenas en alguna de las llamadas lenguas generales del antiguo imperio sobre el que se había alzado cada virreinato. Así se desarrolla una dura pugna entre clérigos y colonos, en la que al principio pareció que estos lograban hacer prevalecer sus razones ante el rey, pero que al final se salda con la victoria de los frailes.

Este peculiar planteamiento lingüístico de la época colonial va a determinar en gran medida la política lingüística de las nuevas naciones independientes. ¿Cómo ponderar el hecho de que, cualesquiera que fuesen los agravios que se le imputaban a la metrópoli, y eran muchos, nunca se contó entre ellos la acusación de haber llevado a cabo una política avasalladora en lo idiomático? Bien sabían que las lenguas indígenas habían sido protegidas, en realidad más que sus propios hablantes. La consecuencia fue que el español se sintió un lazo de unión, antes que un instrumento de represión. Por eso, según ha mostrado Manuel Alvar,6 las constituciones que se iban redactando nada más producirse la independencia tan sólo reconocen la condición de ciudadano a quien sepa leer y escribir en español y alzan a este idioma a la condición de lengua oficial o nacional: así en Venezuela en 1819, en Colombia en 1821, en Bolivia y en la Argentina en 1826, en Nicaragua en 1842, en Costa Rica en 1848, etc.

La segunda frontera así alcanzada amplía el escenario espacial del idioma, pero también su dimensión simbólica. Ya no es una lengua de la Península Ibérica, es la lengua de las dos terceras partes del continente americano. Mas con ser esto muy importante, no es nada en comparación con su nueva significación simbólica: a comienzos del siglo xix el español ha pasado de ser la koiné de los otros a ser la lengua del mestizaje. Este es el sentido profundo de las ideas de Vasconcelos y Rodó, de las ideas de los ateneístas mejicanos, entre los que quisiera destacar a Alfonso Reyes:7

Considero como un privilegio hablar en español y entender el mundo en español: lengua de síntesis y de integración histórica, donde se han juntado felizmente las formas de la razón occidental y la fluidez del espíritu oriental.

Lengua de síntesis, es decir, lengua del mestizaje. Lengua que se habla por privilegio, esto es, lengua que es algo más que un instrumento de comunicación. Creo que la clave de la explicación nos la da el escritor puertorriqueño Salvador Tió cuando declara el 25 de diciembre de 1969 en el rotativo El Mundo lo siguiente:

Es ajeno a nosotros el concepto de raza en sentido biológico; nuestro sentido de raza nos lo da la lengua.8

Hay, no obstante, una tercera frontera del español. Acaba de surgir y todavía es más del futuro que del pasado, por lo que tan apenas podemos intuirla. Además, nos la han descubierto los extraños: por esto mismo tiene mayor interés. Está en el ánimo de todos los asistentes a este congreso que la postrera frontera espacial del español se dirime en los EE. UU., particularmente en los estados del sur: es allí donde nuestra lengua avanza o retrocede en un continuo vaivén. También sabemos que su última frontera cognitiva se juega en la forma en que sepa acomodar su estructura a la del lenguaje de la ciencia, de la técnica y de los negocios, los cuales nos llegan a los hispanohablanes siempre en inglés. Por eso mismo a nadie debería llamar la atención que la tercera frontera ideológica haya saltado también allí.

Lo adivinaron, estoy hablando de los provocadores trabajos del profesor Samuel P. Huntington,9 de los que sólo quisiera destacar aquí algunas afirmaciones que han llegado a ser piedra de escándalo:

a) La identidad nacional de los EE. UU. se basa en un credo derivado de la cultura angloprotestante de los padres fundadores. Dicha cultura se basa en: el inglés; el cristianismo; el compromiso religioso; el imperio de la ley; el individualismo; y la creencia de que los seres humanos tienen la capacidad y el deber de crear un paraíso sobre la tierra mediante el trabajo.

b) Este patrón ideológico ha ido asimilando a millones de inmigrantes a lo largo de la historia de los EE. UU., pero, ante la avalancha hispana, se encuentra con el problema de que la naturaleza y la extensión de esta inmigración suponen un serio reto para la identidad americana amenazando con crear una nación dividida en dos pueblos y en dos culturas.

c) Prueba de lo anterior y de lo peligroso del fenómeno citado serían, según Huntington, el desarrollo de programas de educación bilingüe en los que, lejos de concebir el español como una lengua extranjera útil que se puede aprender (igual que el chino, el ruso o el árabe), se pretende situarlo en el mismo nivel que el inglés para llegar a una nación con dos lenguas;

d) La conclusión para Huntington es que, a no ser que se piense que esta nueva sociedad es mejor, urge enmendar la deriva que están tomando las cosas y retomar el sueño americano, un sueño que se sueña en inglés y que fue creado por una sociedad anglo-protestante. Porque el nuevo Estados Unidos que simboliza a la pesadilla de Huntington sería una especie de Canadá o de Bélgica, algo claramente indeseable según él.

Esta es, en efecto, la cuestión: ¿sería mejor la nación que Huntington vislumbra temerosamente en el horizonte?; ¿es el Americano dream, del que habla Lionel Sosa,10 más bien una pesadilla? Lo primera que hay que decir es que la mayoría de los datos objetivos de que parte Huntington, en efecto, son exactos. La cultura estadounidense ya fue definida en los términos señalados arriba por Tocqueville y su antecedente europeo lo había sido por Max Weber. Por otro lado, la vitalidad del español y de la cultura hispánica —e incluso su recuperación entre las últimas generaciones— también son un hecho. Así lo pone de manifiesto el excelente trabajo empírico de H. López Morales11  para Miami. Finalmente, también me parece que el profesor de Harvard sigue teniendo razón cuando destaca (¿o denuncia?) la concentración regional, la contigüidad espacial, el carácter mayoritariamente ilegal e incontrolable y la persistencia de dicha migración de hispanos.

Se han alzado muchas voces que cuestionan el planteamiento de Huntington y que son menos complacientes con él que yo por motivos morales. No voy a entrar en esta polémica. Admitamos que sus datos son correctos y que su irrefrenable tendencia a elevar la anécdota a categoría con tal de apoyar su planteamiento aislacionista (¿protorracista?) no lo deslegitima. Sólo me fijaré en los datos que están equivocados. Así, su comparación con los casos de Canadá y de Bélgica es una falacia: en estos países no hay dos lenguas y dos culturas, existe una sola cultura, la cultura occidental de estirpe europea, expresada en dos lenguas. Por eso resultan problemáticos, porque cada comunidad no está dispuesta a renunciar a su idioma dado que sirve tan bien como el otro para expresar una cultura uniforme. La diglosia nunca ha constituido un obstáculo cuando la lengua A y la lengua B tienen funciones claramente diferenciadas: no hubo dificultades en reservar el árabe para la vida del espíritu y el farsi para la vida corriente en Irán, por ejemplo.

También es falaz la idea de que una inmigración masiva, que se concentra en ciertas zonas y que procede de un país vecino conduce necesariamente a la desnaturalización de la sociedad receptora. En Europa sabemos algo de eso. Francia ha acogido seis millones de inmigrantes magrebíes, lo cual representa un 10 % de la población total,12 desde la independencia de Argelia y siguen llegando masivamente: se concentran en ciertas zonas (Marsella, el extrarradio de París…), proceden de territorios contiguos en la otra orilla del Mediterráneo, a menudo entran de manera ilegal en pateras a través de España y, por supuesto, seguirán llegando porque la UE representa un polo de atracción irresistible para estos países. Pues bien, nunca se ha pretendido constituir al árabe en lengua alternativa del francés. La tendencia de todos estos inmigrantes es asimilacionista, según refleja la psicología de los beurs franceses. Cuestión distinta es que dicha asimilación les resulte fácil: frente a otros inmigrantes, como los de la Europa del Este (ucranianos, búlgaros, rumanos, polacos); los árabes son musulmanes y el islam y Occidente se hallan supuestamente en plena confrontación como el propio Huntington ha destacado en otro trabajo célebre.

No voy a comentar aquí la justeza o no de su pretendido choque de civilizaciones: puede que el islam y Occidente no tengan por qué chocar y, desde luego, los hispanos y los anglos ni lo han hecho ni parece que vayan a hacerlo. Lo que me interesa hacer notar es que, para índices porcentuales muy parecidos, las situaciones respectivas de los hispanos en EE. UU. y la de los árabes en Francia son las siguientes:

a) Los hispanos aspiran a mantener su lengua, pese a compartir los mismos patrones culturales occidentales que los anglos;

b) Los beurs aspiran a afrancesarse lingüísticamente, pero no renuncian al Islam (ni tienen por qué, añadiría yo, aunque de ahí se sigan obvias dificultades de integración).

La razón de la diferencia estriba, a mi entender, en el hecho de que los hispanos no representan para la sociedad de los EE. UU. una encarnación del otro, sino de la otra cara del espejo, que no es lo mismo. Quiero decir que no son otra cultura, son la cultura complementaria y la expresan en español. Afirma Huntington que los ciudadanos de EE. UU. quieren mantener el American dream. Es posible: el problema es que, hoy por hoy, dicho paradigma ha hecho crisis y está en proceso de transformación: la sociedad individualista, de éxito económico basado en la siembra de cadáveres en derredor del llamado ganador, no es la sociedad hispana; la sociedad que vive para trabajar, en vez de trabajar para vivir, tampoco es la sociedad hispana; la sociedad en la que la familia suele reducirse al individuo y a un círculo estrecho resulta ajena a la sociedad hispana. Los hispanos tienen —tenemos— muchos defectos, pero no los anteriores: somos una cultura comunitaria, una cultura lúdica y una cultura psicológicamente confortadora. Y lo más notable es que estos valores van unidos indestructiblemente al instrumento de comunicación de dicha cultura porque son, claro está, valores comunicativos, valores que surgen en la comunicación y por la comunicación. Puede que el español y los hispanos representen un reto para el American dream, como piensa Huntington, mas a mi modo de ver significan un reto positivo, vienen a representar el complemento de lo que a aquella sociedad le falta. Esta y no otra es la razón por la que la cultura hispana se resiste a desaparecer en los EE. UU. y sobre todo se resiste a perder el español: no porque no quiera o no pueda asimilarse, sino porque aspira a una asimilación más enriquecedora, para ellos y para el conjunto del país. Esta es también la razón por la que la cultura anglo ha aceptado con entusiasmo los patrones externos de las costumbres hispanas, los que hacen relación a los factores lúdicos, y lentamente va asimilando los demás. La lengua, el instrumento simbólico que sustenta todo el edificio, será, sin duda, el último.

En conclusión, que la singladura vital del español, una vacilante variedad románica surgida en el Alto Ebro hace un milenio, se caracteriza por haber superado una triple frontera sucesiva, que es a la vez espacial, cognitiva e ideológica:

  • En la Edad Media se propagó por toda la península cualquiera que fuera la lengua materna de sus habitantes, llegó a ser un idioma literario y se postuló como lengua de los desarraigados, como koiné de intercambio;
  • En la Edad Moderna saltó a América y a otros continentes, incorporó nociones que nunca habían formado parte de las lenguas europeas y se convirtió en la lengua del mestizaje;
  • Hoy, convertida en lengua de proyección mundial y cada vez más presente en la Red, ha empezado a ser el complemento idiomático y simbólico de la cultura occidental dominante, que se expresa en inglés. No es verdad que en la sociedad de la aldea global exista una decena de lenguas y culturas mundiales. Existen el chino, el hindi, el árabe, el ruso y empieza a existir una coalición idiomática: el hispanoinglés o anglohispano.

Entiéndase que no hablo sólo metafóricamente. Que el español es ya la segunda lengua de Occidente y ha desplazado al francés, al alemán o al italiano en la condición de complemento idiomático del inglés resulta obvio. Así lo han entendido muchos estudiantes de Secundaria en todo el mundo y, a veces, como en Brasil, lo entiende un país entero. Pero que la pareja «inglés y otra lengua europea más» no es sinónima de la pareja «inglés y español» es lo que estoy reivindicando aquí, entre otras razones porque inglés y español no forman una pareja, sino una mónada bifronte. Con el español, los anglohablantes rellenan una carencia idiomática y sobre todo cultural; con el inglés, los hispanohablantes rellenamos otra carencia idiomática y cultural. La cuestión es que nosotros ya lo sabíamos porque nuestra carencia tiene que ver con la ciencia, con la técnica y con el comercio, actividades a las que el hombre moderno, cualquiera que sea su lengua materna, no puede hacer oídos sordos. Me pregunto si ellos lo saben también, si los anglohablantes saben que nos necesitan y que sin el español están gravemente incompletos.  La prueba de que no lo han entendido todavía la representan actitudes victimistas como la de Huntington, actitudes que son más propias del siglo xix y de su binomio «lengua=nación» que del siglo xxi y de la sociedad de la aldea global. No obstante, tengo la sospecha que en unos años se volverán minoritarias y de que la alianza idiomática que estoy perfilando será una realidad. Una realidad que para nosotros representa la tercera frontera: la primera se llamó España; la segunda fue bautizada en parte como Nueva España; la tercera, no por casualidad, podría simbolizarse con el nombre de Nuevo Méjico. El tiempo lo dirá.

Notas:

  • 1. J. Vasconcelos, La raza cósmica, México, Espasa Calpe Mexicana, 1948 [1.ª ed. 1925], pp. 26-27.Volver
  • 2. J. E. Rodó, «El genio de la raza», El mirador de Próspero, Barcelona, Cervantes, 1928, p. 1.Volver
  • 3. Á. López García, El sueño hispano ante la encrucijada del racismo contemporáneo, Mérida, Editorial Regional de Extremadura, 1991.Volver
  • 4. E. Alarcos Llorach, El español, lengua milenaria (y otros escritos castellanos), Valladolid, Ámbito, 1982.Volver
  • 5. He desarrollado esta cuestión en Á. López García, El rumor de los desarraigados. Conflicto de lenguas en la Península ibérica, Barcelona, Anagrama, 1985.Volver
  • 6. . M. Alvar, «Lengua nacional y sociolingüística: las Constituciones de América», en Hombre, etnia, estado, Madrid, Gredos, 1986, pp. 262-341.Volver
  • 7. A. Reyes, «Discurso por la lengua», Ensayos sobre la inteligencia americana, Madrid, Tecnos, 2002, p. 159.Volver
  • 8. Apud M. Alvar, «Español e inglés en Puerto Rico», Hombre, etnia, estado, op. cit., nota 166.Volver
  • 9. Samuel P. Huntington, «The Hispanic Challenge», Foreign Policy, 2004.Volver
  • 10. L. Sosa, The Americano Dream: How Latinos Can Achieve Success in Business and in Life, Plume Books, 1999.Volver
  • 11. H. López Morales, Los cubanos de Miami. Lengua y sociedad, Miami, Ediciones Universal, 2003.Volver
  • 12. M. Reeber, The Spread of Islam in France, Goodword Books, 2000.Volver