Cuando hablamos de la relación entre lengua, lenguaje, identidad y globalización ya entrado el siglo xxi, se cruzan varias líneas de pensamiento, de debate y de análisis. ¿Por qué se plantea, en primer lugar, como necesario discutir sobre la identidad lingüística en tiempos de la globalización en un congreso internacional de la lengua española? Se debe, sin duda, al fenómeno de la globalización o mundialización; otros hablan de una nueva fase del imperialismo; todavía otros, como Hardt y Negri (2000), de un nuevo Imperio sin imperialismo, constituido por el gobierno de los grandes consorcios multinacionales, donde los estados nacionales, incluido el de Estados Unidos, se desvanecen (cf. Hamel, 2003). Como punto de partida, podemos pensar que la globalización significa, por lo menos, una mayor conectividad en todos los planos, bajo una hegemonía creciente, aunque contestada, de los países imperiales centrales, de sus grandes consocios multinacionales, sus culturales y lenguas. En buena medida, presenciamos una US-Americanización del mundo, pero también una hispanización y chinización de EE. UU. y Canadá, una arabización de España y Francia.
Para el tema que nos reúne, el papel del español en nuestros países y el mundo, nos detendremos en dos aspectos complementarios:
La unidad de español en el mundo hispano «(…) se presenta a la vez como instrumento de cohesión que posibilita la convivencia armónica entre los países que constituyen la comunidad hispanohablante y permite concebir a este conjunto como una entidad en el concierto de las naciones. (…) “Es realmente emocionante cómo la lengua está sirviendo de lugar de encuentro y no sólo como canal de comunicación. La lengua nos hace patria común en una concordia superior”, se expresa el director de la RAE, Víctor García de la Concha, en El País, 7 de septiembre de 2000». (del Valle y Gabriel-Stheeman, 2004: 254). Otros anhelan y prefiguran la creación de una nación hispanohablante, donde el conjunto de estados actuales encontrarían su nueva casa.1
El renovado impulso para reforzar la unidad de la lengua forma parte de un nuevo proyecto, una nueva relación que el Reino de España ha buscado establecer con América Latina en su conjunto, particularmente desde su ingreso a la Comunidad Económica Europea, hoy Unión Europea, en 1986. España ha desempeñado sin duda un papel de nuevo puente entre Hispanoamérica y la Unión Europea, junto con fuertes inversiones en nuestro continente. Hoy los consorcios españoles controlan áreas estratégicas en los países hispanoamericanos como los bancos, las compañías telefónicas, de agua y, sobre todo, buena parte de la industria editorial. Alrededor del año 2000, Argentina, México y Colombia producían unos 10 000 nuevos títulos al año, mientras España publicaba 60 000. Ahora, lo que se publica en el continente americano en español, ve la luz del día, en buena parte, bajo el control de España.
En el campo de la cultura y la lengua, el despliegue ha sido impresionante, tanto en los países hispanos como en las diversas latitudes del mundo. Con sus Institutos de Cultura en los países hispanos se refuerza la integración lingüística y cultural. Y el Instituto Cervantes (IC) desarrolla en más de veinte países una política muy dinámica para la enseñanza del español, la certificación de su dominio y la formación de profesores en la materia. En los últimos años, ha dirigido sus principales inversiones hacia Estados Unidos y Brasil, los dos mercados de mayor expansión en la enseñanza del español, donde tiene mayor presencia que los proveedores naturales, México y Argentina. El IC representa hoy en el mundo la política de la hispanofonía en su conjunto, una hispanofonía cuyo nombre habrá que inventar porque no existe. La representa en sus múltiples culturas y facetas como una gran unidad, bajo el liderazgo de España y basado en una política de diversidad piramidal, como lengua policéntrica pero donde un núcleo tiene más peso que los otros. La enseñanza del español impartida por el IC se basa en la variedad del «español peninsular central».2 Sin embargo, admite la pluralidad en sus variedades estándar nacionales, las normas «cultas», como suelen llamarlas nuestros filólogos hispanistas, siempre bajo el manto de la gran unidad que refuerzan la Real Academia Española y sus Academias correspondientes en nuestro continente. Así, el Instituto Cervantes realiza una magnífica labor de enseñanza del español, contribuyendo así al fortalecimiento y reconocimiento de la lengua castellana en el mundo; al mismo tiempo, se dedica a la difusión de la cultura española e hispanoamericana; en ausencia de instituciones propias, representa, por ejemplo en Alemania, a la cultura mexicana o argentina con la invitación de destacados autores, muestras de cine y exposiciones. Los países hispanoamericanos, ya lejos de su rebeldía decimonónica, se suman a estos esfuerzos desde posiciones subalternas o simplemente no hacen nada en el escenario internacional.
El valor simbólico del español como seña de identidad hispánica, como patrimonio cultural, sin embargo, se ve confrontado en sus idealizaciones excesivas con realidades centrífugas y conflictivas en los diversos confines de sus territorios. La presencia e incluso revitalización de ciertas lenguas amerindias son el producto de la movilización de sus hablantes que presentan con fuerza creciente sus reivindicaciones lingüísticas, educativas y de autonomía que cuestionan precisamente el postulado del español como referente identitario; la enorme y muy dinámica comunidad hispana en los Estados Unidos se ha construido imaginarios simbólicos propios, desde Aztlán, la cuna mítica de la civilización azteca, hasta su cultura chicana inconfundible. Por último, las comunidades autónomas en España han normalizado sus lenguas y desarrollado sus propios referentes identitarios y nacionalistas.
En el mundo hispano encontramos hoy, muy probablemente, un número mayor de hablantes monolingües del español que bilingües; ciertamente, contamos con cifras para fundamentar esta hipótesis. Sin embargo, la lengua española, el castellano, ha sido desde su gestación, consolidación, normativización y expansión una lengua de contacto y conflicto, por lo menos en los imaginarios de gran parte de sus hablantes.
Exploremos estos espacios de contacto y conflicto como fronteras de la identidad lingüística, tanto en su sentido territorial como metafórico, con el conjunto de sus connotaciones. Según la tradición antropológica, la identidad lingüística nace en el contacto con el alter, las otras lenguas y sus hablantes. Sin pretensión de ser exhaustivos, podemos identificar cuatro ejes de contacto y conflicto entre el español y las otras lenguas que conforman la alteridad ideológica y cultural frente al español:
En lo que sigue me limitaré a algunos comentarios sobre el campo científico y de educación superior. En un estudio conceptual sobre el papel del español frente a la globalización en el campo científico, he podido establecer el siguiente marco de referencia (Hamel, 2003).7
El campo científico expresa en forma aguda la tendencia general de la globalización del inglés, aunque en las investigaciones sobre el campo científico rara vez aparece el tema de las lenguas;8 en el caso de las ciencias naturales, su hegemonía parece haber dado ya el paso hacia un monopolio casi completo. La rápida difusión de los grandes avances científicos se ha agilizado enormemente con la existencia de una lengua compartida de comunicación mundial. Por esta razón, muchos científicos y profesionales, tanto en países desarrollados no anglófonos con una larga tradición científica, como también del Tercer Mundo, apoyan decididamente la adopción del inglés como única lengua de la ciencia.9
Existen, sin embargo, buenas razones para no abandonar tan fácilmente un esquema de plurilingüismo en el campo de las ciencias, particularmente de las ciencias sociales. Esto vale en primer lugar para las lenguas internacionales de segundo nivel que cuentan, en principio, con los recursos estructurales necesarios para mantenerse en los espacios nacionales e internacionales de importancia estratégica como son las relaciones internacionales, el comercio y la ciencia. En mi opinión, destacan dos razones de peso que nos deberían impulsar a conservar y reforzar el español y otras lenguas en los espacios vitales de las ciencias:
La reducción de la diversidad a una sola lengua en la producción de modelos, temas y estrategias de investigación llevaría, desde una perspectiva ecológica, a un empobrecimiento peligroso del desarrollo científico mismo, especialmente en las ciencias sociales.
La imposición total del inglés reforzaría aún más las asimetrías ya existentes, tanto en las condiciones de acceso a la ciencia internacional como en la producción y circulación de la ciencia y tecnología propias. Tomando en cuenta el valor de la ciencia como medio de producción, dañaría a medio y largo plazo el desarrollo de la economía misma de los países que abandonan estos espacios.
Lo que está en juego en la coyuntura actual es la disyuntiva entre:
Desde la perspectiva del investigador y de las comunidades científicas hispanoamericanas, el aspecto más crítico se presenta en la relación bilingüe asimétrica entre el español y el inglés (sin descartar nunca las otras lenguas científicas internacionales). ¿Cómo insertarnos desde una posición de desventaja estructural y lingüística en el mercado internacional hegemonizado por el inglés y las fuerzas de su primer círculo? ¿Optamos por el libre mercado generalizado o por la reserva cultural también para el campo científico, como lo practica el mundo francófono?
¿Hasta que punto, entonces, la identidad lingüística de los hispanohablantes y la visión externa de nuestra lengua, permiten ampliar el imaginario, como también las prácticas discursivas, hacia los campos modernos de la investigación científica, la tecnología, la política y el comercio internacional?
Podemos concluir que la lengua española representa hoy una lengua internacional muy vigorosa, de gran extensión y prestigio en el campo de la literatura, la música y el arte. Acusa su mayor debilidad en aquellos dominios estratégicos donde los países hispanos muestran un desarrollo precario: la economía, el comercio internacional, la ciencia y la tecnología. Parecería importante aunar fuerzas, de manera solidaria, igualitaria y democrática, donde el trabajo conjunto de los países hispanohablantes puede rendir frutos. Esta cooperación debería extenderse, sin sectarismo ni falsos purismos, tanto a las demás lenguas habladas en sus territorios donde las condiciones lo ameriten, como también a las familias de nuestros parientes cercanos: el portugués, el francés, y el italiano.
Queda abierta la pregunta, sin embargo, de hasta qué punto la lengua española, lengua policéntrica piramidal, puede constituirse a este nivel de abstracción global en una «herramienta de cohesión» y en el referente de identidad principal de un conjunto de más de 350 millones de seres humanos. Cuando se evoca la ideología lingüística de la grandeza, homogeneidad y unidad de la lengua española, lo que hoy en día constituye un proyecto impulsado por el Gobierno de España, apoyado por consorcios españoles transnacionales, se olvida que la lengua en abstracto, tan lejana en su norma culta para la mayor parte de la población, no constituye ni de lejos el único referente de identidad para ellos. Existen otras lealtades con las regiones culturales y dialectales, relaciones de clase, parentesco y etnia; existen rivalidades, odios, guerras, explotación. Más complicada aún se antoja la relación que guardan con el español los sujetos bi- o multilingües: indígenas de todas las latitudes, hispanos y chicanos, caribeños hispanos cuya capital es Miami, inmigrantes y herederos de otras tradiciones, clase alta criolla y gerentes empresariales que buscan sus valores en cualquier lado menos en su propio país y su cultura. Las identidades nacionales se fragmentan cada vez más con el debilitamiento de los Estados nacionales. Resurge un fenómeno que se creía superado: la revitalización de dialectos regionales y sociales históricamente desprestigiados, como también de lenguas indígenas, justamente porque ofrecen un referente identitario y un eficaz medio de comunicación que las distantes lenguas nacionales, con sus normas cultas, no pueden brindar a esta población.
La cuestión de las identidades lingüísticas se torna más compleja en los tiempos de globalización y migración masiva. Así como la heterogeneidad es constitutiva de toda lengua viva y no un fenómeno molesto, pero marginal, hoy en día el objeto de estudio de la identidad frente a la alteridad, como la concebía tradicionalmente la antropología, se está desplazando. Debemos concebir la heterogeneidad o la hibridación multicultural, para usar un término de García Canclini, como eje mismo de la construcción de las identidades. «Nuestra lengua materna es el bilingüismo», afirman muchos chicanos. De ahí surgen concepciones, mitos y referentes que trascienden una lengua específica, se asientan en los espacios discursivos del multilingüismo y de la interculturalidad. Sin este contexto más complejo, resultaría contradictorio que el legendario Aztlán opere como referente mítico importante en la cultura chicana, identificada con su español US-americano, lengua cuyos hablantes originarios, como conquistadores, destruyeron el Aztlán de sus leyendas. No parece tan probable que los migrantes, en su gran mayoría campesinos mestizos e indígenas, reconozcan sus «raíces europeas comunes y su herencia que puede ser tan sólida como la anglosajona», como trató de convencerlos el ex-presidente Aznar en uno su múltiples viajes a EE. UU. durante su alianza militar con el gobierno de Bush (citado en Del Valle y Gabriel-Shteeman, 2004: 261). Seguramente estos migrantes le contestaron con un rotundo What?.
Desde una perspectiva teórica, está en juego la concepción misma de lo que es una lengua y lo que constituye la identidad.
Los estudios sociolingüísticos, de la psicología social y de la antropología, demuestran la gran complejidad de la identidad lingüística en relación con otras lealtades, muchas veces en conflicto con aquéllas.
En primer lugar, entienden la identidad no como una esencia, un valor estático, sino como una categoría relacional, un sentido dinámico de pertenencia que es vital porque sobrevive cambios radicales. Las fronteras como tales (fronteras étnicas, lingüísticas y de diversos imaginarios) sobreviven las manifestaciones culturales mismas que encierran (Edwards, 1986). La identidad de grupo, etnia o pueblo sobrevive incluso la pérdida de la lengua, como se ha mostrado en múltiples casos históricos, desde diversos pueblos europeos como el irlandés y el escocés, hasta pueblos indígenas en todas las Américas.
Además, la investigación sociolingüística de los últimos decenios mostró que la identidad tiene como referente no las lenguas como entes abstractos, idealizados, sino sistemas de comunicación muy locales, ligados a sus contextos de enunciación. La identidad se construye en la interacción cotidiana con miembros de la misma comunidad, con quienes se comparten patrones discursivos, pistas de contextualización y modelos culturales (cf. Gumperz, 1982).
«El guaraní de Paraguay no se entenderá con el maya de Yucatán —afirma Carlos Fuentes (El País, 20 de octubre de 2001, citado en Del Valle y Gabriel-Shteeman, 2004: 256)— pero apuesto a que ambos se reconocen en la lengua común, la castilla, el español, el esperanto de América. El castellano es la lengua franca de la indianidad americana».
Es cierto que el guaraní y el maya no se entienden, ni en español ni en ninguna otra lengua. Que ambos se reconozcan en la castilla es una afirmación de la fábula literaria, los estudios científicos de la comunicación real demuestran otra cosa. Entre mexicanos y argentinos residentes en México se produce típicamente lo que en sociolingüística se llama el malentendido cultural; ocurre cuando dos personas hablan la misma lengua pero la codifican desde modelos culturales diferentes. Esta interacción provoca mayores conflictos comunicativos que si ambos hablaran lenguas diferentes y se comunicaran en una tercera lengua.
Por esta razón, las identidades se mostrarán siempre fragmentadas y heterogéneas, construidas en contextos culturalmente muy diversos. Viven en la permanente tensión entre prácticas discursivas heterogéneas y una reflexividad homogeneizante e idealizada, entre múltiples referentes de lealtad que entran en conflicto.
Una política lingüística y cultural, de construcciones de identidades, tendrá que tomar en cuenta esta realidad compleja y no podrá construir con éxito un discurso y una ideología de una lengua en abstracto, altamente idealizada en su alta literatura, remota y fuera de las coordenadas de relevancia de los hablantes. No habrá política lingüística exitosa en América Latina sin el concurso, la confluencia constitutiva de las múltiples realidades indígenas e inmigrantes que conforman su historia.
Una política lingüística apropiada tiene que preocuparse por la manera en que los seis mil grupos etnolingüísticos del mundo actual pueden convivir pacíficamente en los espacios de los doscientos Estados nacionales existentes y en las nuevas agrupaciones y bloques regionales en que éstos se disuelven. Será cada vez menos posible buscarle un territorio propio, exclusivo a las lenguas y sus hablantes, como lo intentaban muchas veces las políticas lingüísticas del pasado.
En esta tarea de impulsar una orientación plurilingüe, como sería deseable, los bloques regionales desempeñan un papel importante. En el Mercosur está en juego la posibilidad de una verdadera integración cultural como región plurilingüe, con un bilingüismo masivo en base a sus dos lenguas oficiales, el español y el portugués, definidas no como lenguas extranjeras, sino como lenguas de integración regional. Las demás lenguas aborígenes e inmigrantes también tendrán que encontrar sus espacios. El boom de los años noventa, la enorme demanda por el portugués en Argentina y Uruguay y por el español en Brasil, señalaban ya el derrumbe paulatino de barreras históricas, levantadas en pos de la construcción de estados nacionales homogéneos que se diferenciaban de sus vecinos. Esta integración, donde el deseo de convivencia regional se impondría a lealtades lingüísticas abstractas de ambos lados, llevaría a cambios lingüísticos dinámicos. Un bilingüismo masivo transformaría inevitablemente las dos lenguas convergentes en él.
Por esta razón, una política lingüística plural no podría ceñirse a las tradicionales políticas homogeneizadoras del Estado nacional que se limitaron a estandarizar las lenguas respectivas en sus territorios. Tendrá que sustentarse más bien en un concepto de interculturalidad y de comunicación en espacios heterogéneos. En vez de una política de corte militarista, donde territorios se conquistan o se pierden, debería ampliar y potenciar los espacios discursivos de las lenguas y crear un plurilingüismo aditivo, donde las lenguas pueden compartir diversos campos.