Compañera del imperio, según la socorrida sentencia de Antonio de Nebrija, la lengua de Castilla, tras la conquista espiritual con la que la corona española trató de legitimar su conquista política allende el mar océano, se impuso sobre las lenguas aborígenes en todos los dominios españoles del Nuevo Mundo. Si bien éstas desempeñaron un papel preponderante en la descomunal empresa evangelizadora, la castellanización, cuando no las extinguió, acabó por confinarlas al uso doméstico o regional, donde sobreviven subordinadas a la lengua de dominio y ajenas al desarrollo general de las literaturas nacionales surgidas a raíz de la independencia de los países hispanoamericanos. Es cierto que muchas voces indígenas pasaron a la lengua española, pero en la inmensa mayoría de los casos fueron sustantivos que designaban objetos concretos inexistentes en el mundo europeo. A la cultura dominante, pues, más que palabras, se incorporaron cosas, con sus nombres respectivos: el chocolate, el aguacate, el molcajete, para poner ejemplos nahuas, pero, por regla general, no pasaron adjetivos ni vocablos abstractos, en los que con mayor significación se cifran la sensibilidad y la idiosincrasia de una cultura. No deja de ser sintomático que los americanismos registrados en toda la obra cervantina —caimán, caníbal, cacique entre ellos— sean todos sustantivos y puedan contarse con los dedos de ambas manos.
Después de la conquista, la tradición oral de las lenguas prehispánicas siguió dando frutos, pero la literatura de la América española durante los tres siglos de dominación colonial se escribió, salvo excepciones, en la lengua de Castilla. Y pasó a formar parte de la literatura peninsular, pues, como lo señaló Edmundo O’Gorman, la conquista espiritual no fue otra cosa que la incorporación del Nuevo Mundo al repertorio de valores en que se sustentaba la cultura española. Así las cosas, con las revoluciones de independencia los flamantes países hispanoamericanos no tuvieron otra alternativa que seguir hablando y escribiendo en la lengua de la conquista, a pesar de su anhelo de emancipación con respecto a la rancia cultura peninsular. Más que utópico, este desiderátum libertario fue meramente discursivo pues, como es sabido, al menos en la Nueva España, la independencia la hicieron los españoles (los criollos, que se negaban a mantener con sus contribuciones a la cada vez más decrépita corona española), mientras que, paradójicamente, la conquista la habían hecho los indígenas (Cortés no hubiera podido vencer a la Gran Tenochtitlan sin el concurso de los tlaxcaltecas, ancestrales enemigos del imperio tenochca). Ya desde la segunda mitad del siglo xvii, en la Nueva España se les había empezado a atribuir a las culturas prehispánicas cierto valor de clasicismo, es decir de modelo y paradigma. Piénsese, por ejemplo, en don Carlos de Sigüenza y Góngora, que encaramó a una docena de legendarios guerreros aztecas en el arco alegórico erigido en la plaza de Santo Domingo para dar la bienvenida como virrey de la Nueva España al Marqués de la Laguna. Pero no fue hasta el siglo xix cuando tal actitud se convirtió en fundamento del discurso independentista. Y sólo del discurso, porque, en la realidad, las comunidades indígenas siguieron siendo discriminadas y reducidas a la marginación, al tiempo que las antiguas culturas prehispánicas entraban gloriosamente a la retórica nacionalista, los museos arqueológicos y los libros de historia patria. En su obra dedicada a Sor Juana Inés de la Cruz, Octavio Paz no se muerde la lengua para decir:
Es claro —aunque la opinión oficial por una aberración intelectual y moral se niegue a aceptarlo— que hay mayores afinidades entre el México independiente y la Nueva España que entre ambos y las sociedades prehispánicas.1
Cuándo la literatura mexicana deja de ser española es un enigma propio de Zenón de Elea, decía Alfonso Reyes. En el largo proceso de emancipación cultural que siguió a la independencia política, los escritores hispanoamericanos, como lo ha estudiado José Luis Martínez, se enfrascaron en controvertidas polémicas a propósito del destino de nuestras letras independientes. La más notable de ellas fue la que sostuvieron enconadamente Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento. Mientras el primero defendía el apego a las normas peninsulares, el segundo proclamaba la búsqueda de una expresión propia. A la distancia, sus discrepancias se antojan meros pleitos de familia porque previsiblemente el resultado no fue ni una cosa ni la otra. Si nuestra lengua de expresión literaria había sido el español desde hacía más de tres siglos y las lenguas indígenas habían sido eliminadas, marginadas o proscritas de la literatura, no podía haber una ruptura radical con respecto a la lengua española y a su tradición literaria, a la que pertenecíamos y a la cual habían contribuido con sus obras, en el caso de la Nueva España, escritores tan notables como Juan Ruiz de Alarcón, sor Juana Inés de la Cruz, Carlos de Sigüenza y Góngora. Pero, por otra parte, qué duda cabe que en el Nuevo Mundo el español había adquirido formas de expresión propias, distintas a las peninsulares, que, con la independencia, cobraron una dimensión emancipatoria. Así, al lado de un purismo conservador en el que nuestros gramáticos llegaron a ser más papistas que el Papa y se dedicaron a poner puntos y comas a la inspiración poética, como se quejaba Rubén Darío al finalizar el siglo xix, surge una literatura que se solaza en la exaltación de las diferencias con respecto al español de España y que no tiene empacho en introducir, como signo de libertad, palabras y expresiones locales, muchas veces procedentes de las lenguas indígenas en el caso de los países hispanoamericanos que contaban con una importante tradición prehispánica. Esta actitud, afín al espíritu nacionalista surgido de la independencia, se manifiesta especialmente en la novela, que es el género que más se identificó con la emancipación política y cultural. Y es que en el Nuevo Mundo, como es bien sabido, no se produjo ninguna novela que pudiera considerarse como tal durante los tiempos coloniales. Cuando su escritura no fue expresamente prohibida, las instituciones responsables de la vigilancia de la ortodoxia católica se encargaron de censurar o de inhibir su producción, lo que confirma el carácter subversivo del género, como lo ha hecho notar Mario Vargas Llosa. No deja de ser significativo que la primera novela que se precie de serlo escrita en el continente americano date de tiempos independentistas: El Periquillo Sarniento del mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi, publicada en 1816.
Siguiendo el ejemplo tanto de Andrés Bello, que escribió un largo poema titulado Oda a la agricultura en la zona tórrida, como de Domingo Faustino Sarmiento, que dio cuenta en su Facundo del paisaje de la pampa argentina y de las costumbres de los gauchos, nuestra narrativa independiente, hasta mediados del siglo xx, se empeñó en describir la realidad americana, desde su naturaleza indómita y bravía a lo Horacio Quiroga, José Eustasio Rivera o Rómulo Gallegos, hasta sus problemas sociales y políticos —la explotación, la pobreza, los vicios, las sublevaciones— a lo Ricardo Güiraldes, José María Arguedas o Miguel Ángel Asturias. Buena parte de las novelas de esta época, por exaltar las peculiaridades locales, incluidas las modalidades lingüísticas, difícilmente rebasaron el ámbito vernáculo y con harta frecuencia se vieron necesitadas del andamiaje de las notas al pie de página para hacerse inteligibles más allá de las estrictas fronteras de su entorno.
El escritor cubano Alejo Carpentier, después de haber participado de semejante euforia nacionalista con su novela Ecue-Yamba-O, hace una crítica a esta literatura doméstica, de la que no escapa su propia y primeriza novela, y propone un salto a la universalidad que, lejos de eliminar las características específicas de nuestra realidad latinoamericana, propicie su amplia y profunda comprensión:
[…] nosotros, novelistas latinoamericanos, tenemos que nombrarlo todo —todo lo que nos define, envuelve y circunda: todo lo que opera con energía de contexto— para situarlo en lo universal. Termináronse los tiempos de las novelas con glosarios adicionales para explicar lo que son curiaras, polleras, arepas o cachazas. Termináronse los tiempos de las novelas con llamadas al pie de página para explicarnos que el árbol llamado de tal modo se viste de flores encarnadas en el mes de mayo o de agosto. Nuestra ceiba, nuestros árboles, vestidos o no de flores, se tienen que hacer universales por la operación de palabras cabales, pertenecientes al vocabulario universal. Bien se las arreglaron los románticos alemanes para hacer saber a un latinoamericano lo que era un pino nevado cuando aquel latinoamericano jamás había visto un pino ni tenía noción de cómo era la nieve que lo nevara.2
Este señalamiento de Carpentier, que indirectamente explica el gusto barroco de varios novelistas nuestros, no surge por generación espontánea. Antes bien, se corresponde con las ideas de muchos escritores nuestros que lo antecedieron y para quienes lo local y lo universal no eran términos excluyentes sino necesariamente interdependientes, como Jorge Luis Borges o Alfonso Reyes, por citar a dos de los más conspicuos prosistas hispanoamericanos del siglo xx. Borges lo mismo valora el lunfardo y las canciones populares para las seis cuerdas que las aporías de Zenón, La Comedia de Dante o la tradición literaria de los árabes, y en el transcurso de su vida pasa, como él mismo dice, «de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito».3 Reyes, por su parte, igual escribe de la literatura y la religión griegas que de las letras de la Nueva España; de los historiadores alejandrinos que de la poesía de Góngora; del pasado inmediato de la literatura mexicana que de la crítica en la edad ateniense, y considera que «la lectura de Virgilio cultiva, para todos los pueblos, el espíritu nacional».4
Con el llamado boom de la novela hispanoamericana en la década de los sesentas del siglo pasado —fenómeno literario pero también editorial—, nuestras manifestaciones narrativas, procedentes de muy diversos países, se dieron a entender con plenitud en todo el orbe panhispánico y dejaron una impronta significativa en la literatura española peninsular, entonces todavía sofocada por la dictadura franquista. Fue otro retorno de las carabelas, como alguien llamó a la influencia del modernismo hispanoamericano en la poesía de la Generación del 98. Ciertamente ya se había atemperado en Hispanoamérica el furor de la exaltación nacionalista que había prevalecido durante los primeros tiempos de nuestras literaturas independientes, pero ello no implicó que los novelistas abandonaran las peculiaridades locales de sus referentes. Antes bien, como lo quería Carpentier, los contextos propios de los países latinoamericanos —contextos raciales, culturales, económicos, ideológicos, ctónicos, políticos, de distancia y proporción, de desajuste cronológico y hasta culinarios y de iluminación— se hicieron universales merced a la hondura de su tratamiento, a la amplitud de su proyección y a la extraordinaria calidad literaria de las novelas que los revelaron. Más allá de nuestras diferencias históricas, culturales, sociales, pero también gracias a ellas, la literatura de nuestra lengua propició tanto el descubrimiento como la configuración de una identidad panhispánica que trasciende las fronteras nacionales.
En su constante trasiego de un país a otro, las palabras, las expresiones, las modalidades lingüísticas y las realidades referenciales propias de cada una de las obras literarias que conforman la riquísima literatura de lengua española han ido encontrando una comprensión, un respeto e incluso una simpatía cada vez más generales en el ámbito de la lengua española para beneficio tanto de la diversidad como de la unidad de nuestra lengua.