Pertenezco a un pueblo que ha incidido en la construcción de la lengua española, y no digo castellana, porque su influjo abarcó toda la península ibérica, un grupo humano que junto a otros habitaba el Al Andaluz, durante setecientos años. Tanto moros como judíos produjeron uno de los renacimientos culturales menos nombrados en la memoria colectiva, muchísimos menos que el italiano, y, sin embargo constituyó una de las muestras civilizatorias ejemplares de la historia occidental. Occidental porque en realidad no lo era, es más, en el sentido estricto, oriental, ya que su circuito va desde Bagdad, pasa por Damasco, y llega a Córdoba, Granada, Sevilla y otras ciudades.
La medicina, las matemáticas, la poesía, la filosofía, la música, la arquitectura, el empuje de aquella cultura mestiza, de riquísima diversidad cultural, tenía un auge que las zonas limítrofes apenas conocían aún refugiadas en su estancamiento boscoso y feudal. Esta civilización fue diezmada por el fanatismo y la brutalidad que finalmente remató en la inquisición y la expulsión de moros y judíos. La guerra cristiana acabó con todo. El resultado idiomático entre otros frutos que ignoro, fue el ladino, dialecto que aún hoy hay quienes lo recuerdan y hasta lo hablan.
Pero hoy apenas recordaré aquella historia que me concierne por mis antepasados, y me remitiré a mi vida personal en la que por los azares de la historia, el idioma ibérico volvió, como alma hablada platónica y se reencarnó en mi cuerpo y en mi relato biográfico. Pasaré, entonces, a contarles este fragmento existencial.
Algunos olvidan que la lengua es un parte del cuerpo. No pertenece al mundo interior de las entrañas, ni tampoco es una porción visible de nuestra envoltura epidérmica. Está en el límite, a veces se muestra y otras se esconde. Se mueve sin cesar, y tiene una movilidad y una ductilidad que la define como retráctil y prensil. Además, es uno de las pocos miembros de nuestro organismo, sino el único, que estando a la vista jamás se arropa, debe estar totalmente desnuda. La lengua por definición es carne, no tiene vestimenta. La lengua tiene que ver con el hablar. Pocos recalan en el hecho de que hablar es un actividad física, y que expresarse no es un acto natural. Es cierto que el hombre es un animal hablante, un ser de lenguaje, que articula su capacidad neuronal y las mil combinaciones de su aparato bucal. Así está disponible para el uso de las variaciones fonológicas que exige el ritual de la comunicación. Por supuesto que cuando se habla del aprendizaje de la lengua, nos referimos a la incorporación de reglas gramaticales y de la constitución de un léxico. Todo esto implica un trabajo mental que olvida, lo repito, su complementariedad física. El aspecto físico de la lengua se hace notar cuando hay un defecto, ya sea en los labios o en algún lugar del dispositivo fónico que nos hace zezear o dificulta la pronunciación de alguna consonante. Entre las dolencias de la lengua —término que me permitiré introducir entre las preocupaciones que le conciernen— nombraré la tartamudez, dificultad que padecí desde mi infancia hasta mi juventud. Me acompañó la hermana tartamudez aproximadamente unos veinte años.
Me aproximaré gradualmente al enunciado de mi tesis. Creo —y este verbo probabilístico no es modestia sino precaución ante el carácter experimental de mi pensamiento— que existe una fantasmática de la lengua que constituye la matriz de relaciones de poder que se establecen en el seno mismo del individuo entre idiomas del que es depositario. Este aspecto imaginario en el sentido fuerte —por lo inconsciente e inmanejable— es paralelo a una producción emocional que va desde el temor, a veces el terror, a la alegría. Hay idiomas que nos paralizan porque están identificados con imágenes de castigo, amenaza, sombras oscuras, abismos que se cierran y vientos que azotan imprevístamente en nuestra espalda. Recuerdo un estudio del filósofo Gilles Deleuze, el único en mi conocimiento que le dio a la tartamudez la dignidad del concepto, quien habla de tartamudear la lengua materna: subvertirla, invertirla, operaciones que el tartamudo siempre hace para sobrevivir fónicamente. Se trata de un señor llamado Louis Wolffson, que hizo de su disturbio mental un recurso para escribir un erudito tratado de la lengua. Cada vez que la madre le hablaba traducía cada palabra en otro idioma según un complejo entramado de transformaciones lingüísticas, acopladas a impulsos maníacos de ingestión de alimentos que le obturaban la boca con un enorme bolo pastoso. Llenaba sus oídos con nuevas palabras y su boca con alimento de conserva para sostener un murallón protector frente a la invasión de la lengua materna. Leí hace mucho tiempo aquel estudio así que puede llegar a tener alguna malversación mnemotécnica, pero de todos modos nos da una clara señal de las relaciones que es posible establecer con la lengua. Vuelvo ahora a mi caso.
Nací en la ciudad de Timisuara, en Rumanía, en la posguerra. Mi lengua materna es el húngaro. Mi padres hablan indistintamente el húngaro y el alemán. Usaban el rumano con familiaridad en el espacio público, en las escuelas y para los requerimientos oficiales. La familia de mi madre por residencias anteriores, hablaba el serbio.
Por el crimen perpetrado contra el pueblo judío mi madre decidió que no se me hablaría en alemán, y que me educaría como húngarohablante. El húngaro es una lengua única en la familia lingüística, huérfana de parentesco, salvo unas pocas palabras que comparte con el finés o finlandés. A los dos años llegué a la Argentina. Me acompañaron en mi infancia y en mi adolescencia el castellano y el húngaro. El alemán era una lengua intermitente que hacía apariciones fugaces en la mesa familiar cuando no se quería que un tema fuera comprendido por mi hermano —ya nacido en la Argentina— ni por mí. De todos modos algunas palabras se incorporaron a mi léxico como heiss y fertig, ‘caliente’ y ‘ya está listo’; imagino que eran usuales en los momentos en que algo sucedía con la sopa o con el baño de inmersión.
A los cinco años mi lengua entró en crisis. Con ella todo el aparato bucal comenzó a temblar cada vez que quería expresarme. Todo este tartamudeo que tensaba mi musculatura, desde la garganta hasta los párpados, se me daba en castellano. Si no recuerdo tanto la tartamudez húngara es porque de a poco, el castellano se convirtió en mi lenguaje hablado y el húngaro en un idioma escuchado. La edad escolar, desde los cinco hasta entrados los veinte años, me deparó un castigo prometeico, por lo rigurosamente diario, ya que el uso de la lectura en voz alta era de uso cotidiano y una herramienta pedagógica ineludible.
Terminados mis estudios secundarios, estudié pocos meses en la Universidad de Buenos Aires, lo suficiente para darme cuenta que mi función de delegado estudiantil, como mi proyecto de estudiar filosofía y ser profesor, volvía aún más disfuncional y frustante mi fracaso oral. Terapias varias, corrientes psicológicas como la fenomenología existencial, la psicohipnosis, el análisis kleiniano, los ridículos ejercicios de declamación acostado con un peso en el vientre y las luces apagadas, nada pudieron contra la tartamudez. Así es que viajé a Francia, lugar mítico y prácticamente desconocido para mí, a iniciar mis estudios filosóficos luego de un nuevo golpe de Estado en el país, con muy pocas palabras francesas en mi acervo.
Muchas cosas cambiaron en mi vida, entre otras, claro, el cambio lingüístico. Se me diluía la sonoridad de dos idiomas; uno por completo, el húngaro escuchado en mi casa paterna, y sólo parcialmente el argentino que se convertía en París en un idioma doméstico, para hablar con amigos y en mi casa. Un cambio de domesticidad y otro público. El francés ocupaba el espacio antes delegado al castellano, y éste el privado que previamente había compartido con el húngaro.
Este desplazamiento material tiene sus consecuencias imaginarias. Si aceptamos, aunque sea mínimamente la estructura fantasmática de la lengua, y aceptamos que lo imaginario depende de una estructura simbólica, también los cambios en el imaginario y en el sistema de identificaciones especulares tienen efectos en la estructura. Hay ciertos movimientos geográficos, mudanzas, como hay ciertas crisis existenciales, que remueven los cimientos de una personalidad. En todo caso, y sin hacer aseveraciones en un terreno tan sinuoso como lo es el de los signos psíquicos, sí tuvo efectos materiales.
El silencio húngaro derivó en un plegado de la cortina censora que me destapó la boca y permitió un espacio en el que el francés despojado de antecedentes persecutorios entrara con la liviandad de una melodía de acordeón. Era un idioma triunfal que me prometía ser filósofo. Por otro lado, por primera vez en mi vida, la dificultad oral que tenía no era diferente a la del común de los extranjeros en tierra francesa. Mis balbucesos eran normales, y, por el contrario, el ser plurilingüe de nacimiento, me daba ciertas ventajas en el arte de la pronunciación.
El hecho es que con el tiempo, un par de dulces años, casi sin darme cuenta, mi castellano comenzó a fluir aunque el curso de la tartamudez persista en formas revestidas con otros ropajes Son mecanismos subsidiarios que tienen su inercia, como por ejemplo, una capacidad para largos silencios, un modo de encerrarse en el mutismo, detenciones catatónicas ante acontecimientos que nos dejan sin palabras, pero estos percances ya no obstaculizaban un decir casi normal.
Al volver a la Argentina seis años más tarde, aterricé con un castellano amigo, un francés adoptado, y un húngaro muy debilitado… Más allá de motivos filosóficos, y a pesar de una desorientación vocacional que me duró un tiempo, sabía que no podía perder el francés. Por eso, apenas llegado, sólo leí en francés, porque sentía que perder una lengua era más que una disminución cultural, lo necesitaba para que mi castellano no volviera a quebrarse y mi lengua con él. Mi castellano que discurría casi normal, dio inicio a otra práctica, la de escribir.
Mi modelo literario era Aurora Bernárdez, la traductora de Sartre, reforzado por la irreverencia cultural de Gombrowicz y la rabia de Céline. Velocidad y precisión, como decía Faulkner. Pero también vi con gran placer lo que significa escribir el castellano tartamudeando, hacerlo con un estilo apurado, al galope, con temor a que el tiempo termine —es la presión que padece el tartamudo a quien le exigen terminar las frases— con la sustancialidad y el filo de las cosas duras y cortantes como las que hieren el paladar y los labios del que no puede sacar sus palabras, invirtiendo como un buen húngaro los términos de la proposición, equivocándome en las preposiciones —defecto humano, demasiado humano—, entrando y saliendo del texto con cierta violencia. Y, además, con la convicción de que expresarse es una necesidad física, un viaje con escollos a través de la lengua.