Entre las condenas que el iracundo Dios del desierto dicto para los hombres esta la de la confusión de las lenguas. Hasta entonces y mucho antes de que ese Dios hiciera nacer a su hijo en la indigencia y en uno de los lugares mas inhóspitos de su creación, en toda la tierra se hablaban las mismas palabras y una sola lengua, esto un poco después de que a la primera pareja humana sucedieran varias generaciones y se crearan las lumbreras de la noche y del día. Entonces, cuando el Dios iracundo de palabras ásperas y vengativas, a quien los hombres temían mirar, supo que aquellos hombres que había creado a su imagen y semejanza, intentaban construir una torre para llegar al cielo su morada acudió entonces para ver ese portento. Y entonces Dios dijo: «Descendamos y confundamos allí sus lenguas para que ninguno entienda el habla de sus compañeros». Así los esparció Jehová sobre la faz de la tierra.
La historia de la civilización ha sido también la del obstinado esfuerzo de los hombres por superar la condena de aquel mito fundante.
Pero he aquí que, en otra parte del Libro de los libros, encontramos, o se nos dice, que al principio fue el Verbo y el Verbo era Dios, y en él está la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Desde ese caos primitivo el hombre es hombre porque habla, porque la palabra es el único nexo verdadero entre los hombres. Y todo lo que tienda a ensombrecer el habla empobrece y deshumaniza. El idioma, las palabras, sirven para salvar las cosas del caos.
Porque la palabra es una elección entre la vida y la muerte.
La literatura defiende la individualidad, lo concreto de las cosas, los colores, los sentimientos, lo sensible contra lo falsamente universal, que agarrota y nivela a los hombres contra la abstracción que los esteriliza, frente a la Historia, que pretende encarnar y realizar lo universal. La literatura contrapone lo que queda en las imágenes del devenir histórico […]. La literatura defiende la expresión y el desecho contra las reglas y recuerda que la totalidad del mundo se ha resquebrajado y que ninguna restauración puede fingir la reconstrucción de una imagen armoniosa y unitaria de la realidad, porque seria falsa.
El fenómeno y el efecto de la globalización se confunde con el del imperio o del imperialismo; por cierto, no es nuevo, la globalización o mundialización del imperio británico fue impuesta por su flota, la de los árabes por la fuerza de las espadas de sus mesnadas y la subsecuente difusión de su cultura, la española por la espada, la cruz y por la lengua recién fijada por Nebrija así como la actual por el sedicentemente sacralizado mercado y el progreso de las técnicas y de las comunicaciones.
La nivelación producida especialmente por los medios de comunicación que proponen e imponen a escala planetaria los mismos modelos, se contrapone a diversidades cada vez más salvajes. Esta es la historia de nuestros días signados por el progreso, pero creer ciega y confiadamente en el progreso como los positivistas del siglo xix es, hoy día, ridículo.
La nivelación producida especialmente por los medios de comunicación, que proponen a escala planetaria idénticos modelos, se contrapone a diversidades cada vez más salvajes. Esta es la historia de nuestros días.
Una de las maneras mas formidables de resistencia al rasero de la globalización, que nos pretende objeto del discurso monocorde del mercado es la lengua y, sobre todo la lengua literaria.
El uso de la palabra oral o escrita parece anublarse ante el avance de las técnicas de transmisión instantánea, lo que era diferido nos llega en tiempo real; antes éramos los destinatarios de la información, ahora nos convertimos en meros testigos de la historia de los hombres. Pero la imagen no es la cosa ni la noticia es el acontecimiento. Como se ha dicho, ninguna mirada es original ni soberana y ninguna percepción está a salvo de ser manipulada. Ya no se difunden ideas, conceptos ni ideales. Se generan creencias a través de las imágenes publicitarias. Y el uso de la lengua resulta subsidiario.
Pero no quiero pecar de ingenuo y estoy lejos de sacralizar las palabras por las palabras mismas; porque si bien es cierto que Calderón, Quevedo, Cervantes llevaron el idioma castellano a su mayor nivel de dignidad y excelencia, al servicio de lo mejor del corazón humano, no es menos cierto que el mal se expresa con palabras, usa la lengua: Hitler surgió de una montaña de palabras y las palabras, manipuladas por el Dr. Goebbels, evangelizaron sobre lo canallesco y precedieron al Holocausto.
El mayor don (poder) de la literatura, o de la lengua literaria es crear palabras, volviendo cada vez al origen de la vida. La libertad es quizá su mayor don. Nacido en una remota provincia, en las fronteras del virreinato, donde casi todo parece una exageración —la pobreza así como el desierto y las montañas— en esos días en que nací a la vida del conocimiento, la única literatura argentina era la rioplatense. Lo demás en este país era como una tierra baldía de confuso presente en donde campeaba una actitud servil hacia la metrópoli subcolonial, la ciudad portuaria, puerta de entrada de millones de personas de casi todo el mundo, esperanzadas en su grandeza conjetural. Ese fue el tiempo en que nació en mí la pasión por las palabras, el habla, la lengua y ese sentimiento había tomado la forma de la obstinación: yo debía optar por el habla de mis paisanos o por el castellano de los libros de la biblioteca de mi padre ya que no había otra a mi alcance. Y me dije que ese dilema lo resolvería el azar. Pero hay azares que duran toda la vida.
Mi infancia transcurrió en la Puna, en la alta meseta andina, fría y barrida por los vientos. Allí, en los remotos márgenes de su cultura estaba la derrota porque el dios del mal la había transformado de tierra fértil en estéril paramera. Pero, en contraposición, un mensaje mesiánico avivaba la esperanza en el corazón de sus pobres pobladores; el mismo que en el pasado había encendido las rebeliones de Tupac Amaru y de Bolívar. Este es, creo yo, el trasfondo de mi narrativa, aprendido por tradición oral de mis niñeras cuando al caer la noche, ya en cama y dispuesto a dormir, me rogaban que estuviese callado, cerrara los ojos, y escuchara en las sombras el murmullo del líquido dorado deslizándose por las entrañas de la tierra, porque nuestros dioses habitan las cuevas del subsuelo desde que los ancestros fueron derrotados por la invasión que volvió el mundo al revés. Aquellas mujeres de mi casa me transmitieron la concepción que el hombre antiguo tenía acerca del mundo, de las relaciones del hombre con el universo y de las relaciones de los hombres entre sí, todo ello dicho con los vestigios del poder del lenguaje arcaico y el aporte de la lengua del conquistador, impuesta a través de los siglos; la versión de los credos confusos, esa sabiduría mágica, recóndita, transmitida a las generaciones por boca de la gente común que nos hablaba de la vida y de su tiempo. Mi conflicto inicial entonces surgió de la confrontación entre el habla entrañable de los que me criaban y la lengua de la escuela, o sea la lengua de los libros; la lengua de los libros y el habla de mi entorno vital. Insensatamente como aprendiz, deseché el entorno vital, y comencé de niño a escribir en el extraño español de los libros, y de esas páginas no quiero ahora acordarme. Recién mucho después, de lejos, lo pude ver con claridad: mi mundo, mis vecinos, mi rincón, lo único que de verdad conocía, no era prestigioso; no era sino un pobre confín, alto y desolado, perdido en el mundo, e, inconscientemente quizá, apelé a la universalidad que me proporcionaría un castellano en lo posible incontaminado. Quería huir yo también del peligro del regionalismo, que contamina la obra, la engrilla y la acota. Y entre la lengua regional, espuria y rica pero circunscripta, tendían a naufragar mis cometidos.
Yo quería ser cronista de mi pueblo, pero con un instrumento universal. ¿Cómo contar la aventura del hombre y su morada, sus asombros, la presencia o ausencia de sus dioses en un lenguaje que conmoviera, es decir un lenguaje de amor que contagiase? Esa perplejidad en mí no fue resuelta sino cuando por azar abandoné el rincón de mi infancia y me radiqué —nunca mejor empleado este verbo— en México. Allí aprendí que en este ancho mundo podía compartir un pensamiento y una concepción del tiempo que no me eran ajenos. En realidad respecto de la lengua y su use (o mal uso) se debe aplicar también el principio del objetivo asignado por Hegel a la filosofía: asumir su tiempo en el pensamiento, asumirlo en la forma como se expresa el pensamiento, esto es la lengua. En estos tiempos en que lo instantáneo parece recusar o poner en ridículo lo eterno, se nota también un doble juego de la historia. Loables e imprescindibles esfuerzos, como este Congreso, conviven con los espurios aportes de la historia reciente y no nos resulta posible sin avergonzarnos, ocultarnos detrás de palabras o metáforas maliciosas. Y debemos incorporar, acongojados, a la lengua, aberraciones como Auschwitz, exterminio; desaparecidos o daños colaterales. Y tratar de convivir, con dignidad, la indignidad de ciertos acontecimientos históricos abrumadores.
En estos tiempos en que se considera que la obtención de beneficios es el único medio de salvación de la humanidad y en que el volumen de ventas es la prioridad absoluta, unas palabras finales que sirvan como homenaje a los pueblos que sufren. Estas palabras se leen en el epitafio del monumento funerario de Hafez Shiraz Fars, maestro sufí del siglo xiv en Irán, que dice: «Ven embriagado cuando vengas a mi tumba, de una borrachera que nunca decrezca. Lleno tu ánimo de un fervor que engendre amor, y de esperanza lleno. Ten presente que la alegría de este mundo es corta; pasará con los años vividos. Lo importante es lo que al final quedará de esta embriaguez que llevas en tu alma».