Mi iniciación en el universo narrativo de Ernesto Sábato, y también en lo que podríamos llamar su cosmos personal, sucedió hace mucho tiempo, hacia el final de los remotos años 50, cuando, en un ya desaparecido café de Lisboa, nos reuníamos unos cuantos amigos para hablar de libros en voz alta y de política en voz baja, por razones que, tanto en el primer caso como en el segundo, no necesitan mayor explicación. En esa época las preferencias y los modelos literarios de nuestro grupo se orientaban, en su mayoría, hacia la dulce y entonces todavía inmortal Francia, aunque algunos, con apenas disimulada soberbia, hacían exhibición de intimidades con las literaturas de expresión inglesa, sobre todo con la norteamericana, sobre cuya validez (me refiero, claro está, a las pregonadas intimidades) los francófilos, por envidia, manifestaban las más severas reservas. Paradójicamente, la armonía en estos inflamados debates, que nunca se concluyeron de manera satisfactoria, quedaba desviada, alguna que otra vez, con las intervenciones de un compañero algo excéntrico que tenia sus amores culturales en otros puntos del planeta y que los defendía con evidente conocimiento de causa. No éramos, hágasenos al menos esa justicia, completamente ignorantes de lo que sucedía entre el Río Grande y el cabo de Hornos, pero lo que presumíamos saber no iba mas allá de lo fragmentario y, en el fondo, se alimentaba más de referencias y alusiones casuales que de un interés real y autónomamente motivado. Ese amigo providencial (de su boca oí hablar por primera vez de José Hernández y de Martín Fierro), se nos aparecía en el café con brazadas de títulos y de nombres y los lanzaba sobre la mesa como flores exóticas, entre las tazas y los ceniceros. Dejo aquí algunos de esos nombres y de esos títulos como una simple muestra de la riqueza de su jardín: Enrique Larreta y La gloria de don Ramiro, Ricardo Guiraldes y Don Segundo Sombra, Enrique Amorim y El paisano Aguilar, Migel Angel Asturias y El señor presidente, Rómulo Gallegos y Doña Bárbara, José Maria Arguedas y Los ríos profundos, Ciro Alegría y El mundo es ancho y ajeno, Julio Cortázar y Bestiario, Jorge Luis Borges y El Aleph, Adolfo Bioy Casares y La invención de Morel, Carlos Fuentes y La región más transparente... Como dejé dicho, estábamos entonces en las postrimerías de los años 50, razón más que poderosa para que El coronel no tiene quien le escriba y La ciudad y los perros todavía no hubieran llamado en la aldaba de las puertas del viejo café de Lisboa.
Y estaba Sábato. Por un extraño fenómeno acústico cualquiera, el día que oí pronunciar ese nombre entonces desconocido para mí, asocié las tres rápidas sílabas que lo componían a una súbita puñalada. Conocido como es el significado de esta palabra italiana, la asociación tendrá que parecer de lo más incongruente, pero las verdades son para ser dichas, y esta es una de ellas. El túnel fue publicado en 1948, pero yo no lo había leído. Entonces, a mis inocentes 26 años, todavía sería mucho el pan y mucha la sal que tendría que comer antes de descubrir el camino marítimo que me había de conducir a Buenos Aires… Fue aquel inolvidable compañero de mesa de café quien me proporcionó la lectura de la novela. Enseguida, en las primeras páginas, comprendí hasta que punto había sido exacta la osada asociación de ideas que me llevó de un apellido a un puñal, para colmo con una circunstancia agravante e inesperada: el puñal Sábato, después de clavado, no se retiraba de la herida, permanecería allí, moviéndose por sí mismo, despacio, para que la sangre no dejase de correr y la deseada cicatriz no acabara siendo nada más que un sueño imposible… Las lecturas siguientes que he ido haciendo de Ernesto Sábato, tanto de sus novelas como de sus ensayos, a lo largo de todos estos años, confirmaron aquella intuición inicial, la de que me encontraba ante un autor trágico y al mismo tiempo eminentemente lúcido que, además de ser capaz de abrir caminos por los corredores laberínticos del espíritu de los lectores, no les consentía, ni siquiera durante un solo instante que desviasen los ojos de la esquina más oscura del ser. ¿Lectura por eso difícil? Tal vez, aunque lectura fascinante entre todas. La amalgama de surrealismo, existencialismo y psicoanálisis que, según hoy opiniones más acreditadas, constituye el soporte «doctrinario» de las novelas del autor de Sobre héroes y tumbas, no nos debería hacer olvidar que ese proclamado «enemigo» de la razón que se llama Ernesto, Sábato es a la falible y humilde razón humana a la que acabará apelando cuando sus propios ojos, libres de escamas, se enfrentaron con ese otro apocalipsis que fue la sangrienta represión sufrida por el pueblo argentino. Novelas que se refieren a tiempos históricamente determinados y a lugares objetivamente definidos, El túnel, Sobre héroes y tumbas, Abbadón el exterminador no hacen oír solamente el grito de una conciencia afligida por su propia impotencia y la visión profética de una sibila a quien el futuro aterra, también nos avisan de que, tal como Goya (más conocido como pintor que como filósofo…) ya había dejado constancia en el famoso grabado de los Caprichos, es siempre del sueño de la razón que ha nacido, crecido y prosperado la inmunda genealogía de los monstruos.
Hacia este profeta áspero y agreste que la vejez no ha conseguido dominar, hacia esta conciencia dolorida por todas las desgracias del mundo, que un día, muchos años después de las tertulias del café de Lisboa, encaminé finalmente mis pasos, a esa ciudad de Santos Lugares donde también suele irse por otras peregrinaciones edificantes, aunque ninguna tan hermosa y rica en Lecciones para el empedernido descreído que les habla. De nuestro primer encuentro dejé un emocionado recuerdo en mis Cuadernos de Lanzarote. Permítaseme que les lea este breve fragmento:
Dentro, pasé a la penumbra reinante, ninguna luz estaba encendida. Y en ningún momento Sábato se quito las gafas oscuras, de lentes gruesísimos. La sala donde nos recibió daba a la parte de atrás del jardín, la pared divisoria de ese lado, acristalada, apenas dejaba entrar la luz quebrada del rápido atardecer. Ofrecí a Sábato el Ensayo sobre la ceguera, él quiso saber qué ciegos eran estos míos, yo le hablé de los suyos, después hicimos un repaso juntos de algunos de los ciegos más ilustres de la literatura, tanto de personajes como de autores, y acabamos preguntándonos aquello que muchos han querido saber: si los problemas de visión que uno y otro hemos padecido habrán sido la causa inmediata de nuestras contribuciones de ciegos a los estudios literarios. Estuvimos de acuerdo en que no. Trajeron un café, que tomamos en silencio. Después Sábato se lanzó, como quien repite un camino ya muchas veces recorrido, a un largo soliloquio que comenzaba por la evocación dolorida de la muerte reciente de un hijo (herida que siempre le estará sangrando), y luego, como si le fuese imposible escapar de su propio laberinto, transito por las diversas obsesiones que le conocemos: la implacable descreencia en la razón, la negación crítica del conocimiento científico, el problema del mal, Dostoievski, la apología de la obra breve… La sala fue oscureciendo hasta que casi no conseguíamos vernos. Sábato no se levantó a encender la luz. Sombra entre sombras, su voz de ceniza lentamente fue cubriendo la sala, los estantes, las caras, los bultos, las manos. Le dije que hasta para no creer en la razón teníamos necesidad de la razón, que el mal no era efecto ni obra de un demonio, que no hay otro demonio ni otro Dios que la cabeza del propio hombre. No tengo seguridad de que me oyera, su voz era como un no negro hacia el cual, poco a poco, yo mismo, todavía sujeto a la orilla, iba resbalando.
Esta fue la primera vez que nos vimos. Regresé años después a Santos Lugares, luego fuimos coincidiendo aquí y allí del mundo, en Madrid, en Badajoz, en Lanzarote, cada vez más próximos el uno del otro en la inteligencia y en el corazón, el hermano mayor, yo, sólo un poco más joven, dos seres que, en el exacto momento en que finalmente se encontraron, comprendieron que se habían estado buscando. Hoy, Ernesto, aquí estamos una vez más, y ha sido a mí, escritor portugués y amigo tuyo, a quien le ha cabido el honor inestimable de verse elegido mensajero, no ya de todos cuantos han venido a Rosario a celebrar los fastos de la lengua castellana y a ampliar las avenidas de su futuro, sino también (que me sea perdonada la presunción) de cuantos, fuera de estas paredes, en Argentina, en América, en el mundo, lo admiran y lo respetan, leen tus libros, escuchan tus palabras y contigo mantienen el mejor de los diálogos, el de las conciencias. Entre el temor y el temblor en que nuestras vidas discurren, la tuya no podía ser una excepción. Aunque quizás no se encuentre en los días de hoy una situación tan radicalmente dramática como la tuya, la de alguien que, siendo tan humano, se niega a absolver a su propia especie, alguien que a sí mismo no se perdonará nunca su condición de hombre. No todos lo agradecerán la violencia. Yo te pido que no la desarmes.