Cuando nuestro Gobierno asumió la responsabilidad de organizar este III Congreso de la Lengua Española en Rosario, nos animó la vocación de mantener un nivel de excelencia, y a la vez extender la participación a un público más amplio y diverso, animados por una concepción del capital cultural como requisito para la plena ciudadanía y dimensión indispensable de toda política social.
Quisimos afirmar que la cuestión de la lengua es un asunto prioritario y significativo para la Argentina y para la vida de nuestros pueblos, y hacer de Rosario una suerte de Cuzco de la lengua española, un cruce de Los ríos profundos y de Todas las sangres por los que tanto luchó José María Arguedas, con el lirismo de su prosa mestiza y la pasión angustiada de su militancia.
La globalización, invocada como constante marco de referencia de estas jornadas, plantea una renovada dialéctica entre lo universal y lo particular, en torno a las afinidades culturales, y ha impuesto en los debates una interrogación profunda acerca de nuestra identidad. Contra el ensimismamiento en particularismos fosilizados o demagógicos, y con la creencia sincera en la convivencia y el diálogo como fuerzas dinamizadoras de la vida cultural, estas jornadas han consolidado la imagen de Iberoamérica como ámbito multicultural y plurilingüe, en ambas orillas del Atlántico. Han afirmado el consenso acerca del valor histórico del idioma español, nutrido de la savia de los imaginarios y los mitos de todos nuestros pueblos. Y esta diversidad, lejos de debilitarnos, constituye una riqueza en el contexto de la globalización que, como fenómeno económico y político, plantea el desafío de una estrategia de integración más fuerte de nosotros frente al mundo.
En este Congreso de Rosario ha surgido recurrente nuestra identidad singular en tanto latinoamericanos, como manifestó Alejo Carpentier citando a Simón Rodríguez, maestro del libertador Bolívar, cuando nos incitaba a la originalidad: «no había que hacer ya el menor esfuerzo por ser originales, pues éramos originales de hecho y de derecho, mucho antes de que el concepto de originalidad se nos hubiera ofrecido como meta».
Esto supone reconocer la herencia de los pueblos originarios de nuestra tierra, y exige como imperativo una política cultural que dé testimonio de la historia conflictiva de una conquista violenta, y a la vez del mestizaje fecundo suscitado por ella. Ese mágico aporte de las culturas y lenguas originarias alienta en la narrativa latinoamericana, cuyo estallido forzó hace ya medio siglo Miguel Ángel Asturias, transfundiendo al español la función mítica de crear nombrando, que existía en la cultura maya-quiché.
Otros escritores supieron, de manera más subterránea, enriquecer el español con el bilingüismo de su lengua materna. Así el peruano Arguedas, quien desde el maternaje del idioma quechua expresa el imaginario entrañable de ese pueblo, en una prosa que transmite la ternura del mundo serrano del indio, valiéndose del vocabulario y de una sintaxis donde la lógica del romance castellano cede ante un orden emocional, intuitivo, lírico, el del quechua. Así también la narrativa de Augusto Roa Bastos, que traduce la larga convivencia del español en el bilingüismo con el guaraní, lengua materna de todo paraguayo o misionero nacidos en el campo.
Frente a la tendencia de una globalización económica homogeneizante, que sumió a muchos países latinoamericanos en agudas crisis sociopolíticas, esta identidad que encuentra en el idioma español su matriz distintiva exige un concepto alternativo de mundialización, que habilite realmente el mestizaje como clave de la sociedad y la cultura contemporáneas.
La protección de la diversidad cultural, que nuestro país asume con firmeza, exige el abandono de una postura contemplativa y neutral, y coincidimos aquí con el empleo que hace el brasileño Renato Ortiz del concepto de hegemonía, habilitando una disputa de valores y de poder en torno de la cultura. No podemos ignorar la enorme expansión de la lógica del mercado en la esfera cultural, y la amenazante hegemonía del inglés como lengua mundial o lingua franca en el espacio de los nuevos medios y redes de comunicación, que tiene su correlato en un español neutro, que suprime matices y diferencias.
Por eso estamos abocados, con urgencia, al diseño de una política cultural integral, que apoye nuestras industrias culturales y nuestra producción de conocimiento, para hacer del español una auténtica alternativa para la comunicación en un mundo poblado por 400 millones de hispanohablantes.
El imperativo pasa hoy por una integración regional que fortalezca especialmente los lazos entre el español y el portugués, y pasa también, hacia adentro de cada país, por asumir la responsabilidad política frente a la pobreza, que traducida en carencias de la lengua significa exclusión del acceso a la educación y a los bienes de la cultura.
La lengua no es una invención caprichosa sino un producto social, histórico y dinámico, al que tributa la creación literaria con su enorme potencial simbólico.
Por eso, junto con la investigación a menudo silenciosa pero indispensable de nuestros lingüistas, que alumbra los arcanos de nuestro idioma, cada Congreso de la Lengua ha invitado a reflexionar sobre el compromiso del intelectual y del creador. Desde la perspectiva de mi patria grande, situados hoy en Argentina y en Latinoamérica, un subcontinente cada vez más periférico e inequitativo, evoco la actualidad de Mario Benedetti, cuando hace ya más de tres décadas decía: «mientras América Latina busque, así sea caóticamente y a empujones, su propio destino y su mínima felicidad, permítasenos que sigamos pensando en el escritor como en alguien que enfrenta una doble responsabilidad, la de su arte y la de su entorno».
Entonces, el llamado boom de la literatura latinoamericana, que deslumbraba a la cultura europea, floreció en la región y generalmente en el exilio, como un acto de resistencia y de fidelidad a nuestra cultura en una época de atroces dictaduras.
Hoy, el protagonismo de la sociedad civil es índice de una democratización duradera, y nuestros escritores, si no son ya la voz privilegiada de aquellas demandas, tienen otra responsabilidad, más universal quizás. Ha cambiado el papel del intelectual: «nuestra responsabilidad, en términos sartreanos —ha expresado Carlos Fuentes—, es emplear las armas de la imaginación y del lenguaje (…). La sociedad trata de eliminar el uso libre del lenguaje y suprimir la imaginación. Ahí está nuestra responsabilidad moral y política».
Se trata de oponer resistencia al totalitarismo encubierto tras el pensamiento único que dominó los noventa, cuando el lenguaje de los multimedia sucumbe a la mera lógica del espectáculo y a la sutil dictadura del consumo, inhibiendo la inserción de las industrias culturales de la comunidad iberoamericana en el mercado global.
Carpentier expresaba, hace veinte años, que «hablar en América Latina de la neutralidad de la cultura es un absurdo». En este sentido, evoco también las palabras de Octavio Paz en El laberinto de la soledad: «nuestra fidelidad al lenguaje, en suma, implica fidelidad a nuestro pueblo y fidelidad a una tradición que no es nuestra totalmente sino por un acto de violencia intelectual». En este Congreso, como en los anteriores, hemos sabido ejercer esta violencia intelectual, como apropiación activa de una historia y una tradición riquísima en diversidad, al reflexionar acerca de nuestra lengua española como principio constitutivo que unifica un espacio iberoamericano en permanente construcción y con futuro.
Se trata de la misma lengua que, en el deslumbramiento primero frente al mundo americano, obligó a Colón y a Cortés a buscar y tomar nuevos nombres para aquello que Carpentier definió como lo real maravilloso americano, que emergía del paisaje cultural frente a la mirada del conquistador.
«Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos —expresa Pablo Neruda en su autobiografía—. Estos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras».
Ese español, que venía ya mestizo de su tierra y se cargó con las voces de los pueblos originarios, supo constituir la patria común de la literatura iberoamericana, que nos expresó de manera tan diversa en el realismo mágico del Caribe, y en la literatura fantástica que la Argentina ha dado al mundo, en la prosa cincelada del universo borgeano y en la intensidad que fractura el tiempo lineal de los relatos de nuestro amado Cortázar.
Porque, como ha escrito el maestro Sábato: «la patria era también como el hogar, como el fuego y la infancia, como el refugio materno… porque la patria era la infancia y por quizá era mejor llamarla matria, algo que ampara y que alienta en los momentos de soledad y frío».
Señoras y señores, he invocado aquí muchas voces latinoamericanas, como testimonio de esta tierra. Pero como argentina, y probablemente en nombre de muchos otros argentinos, ¿cómo olvidar que, desde la escuela, mi generación aprendió a leer, a escribir, a repensar la patria con la angustiada Generación del 98 y la de la guerra civil española? Así como sentimos a Neruda, Vallejo, Girando o Marechal, tan nuestros, repican en nuestra sangre con la misma fuerza los versos de Machado, García Lorca, Alberti o Miguel Hernández. Me excuso por no haber citado en esta ocasión a estos y a otros escritores españoles, pero creo poder honrarlos sobradamente en un último homenaje.
Ese español que nos identifica en imaginario y pertenencia, que nos reúne en torno al fuego y a la patria del idioma, a todos, hoy, aquí, en un obligado Viaje a la semilla, nos conduce a Cervantes. Con fervor, reivindicamos su espíritu y su legado siempre vivos, al conmemorar el cuarto centenario de la publicación del Quijote, libro no sólo fundacional de la novela moderna, sino creador de un arquetipo inmune a la temporalidad, universal como pocos desde la hispanidad de sus valores y de las utopías que encarna.
Señoras y señores, España, geográficamente lejana, no tiene para nosotros condición de extranjera. Digo «España en el corazón» —como Neruda lo hizo— al calor de la amistad fortalecida con la Real Academia y el Instituto Cervantes en este Congreso.
Finalmente, deseo agradecer a todos, autoridades españolas, nacionales y locales, cuya concurrencia de esfuerzos hizo posible este Congreso en la hospitalidad de Rosario. Rescatar, además, que lo pudo concretar felizmente, con excelencia y altísima participación, una Argentina que está luchando duramente para ponerse en pie, fortalecer el rol del estado y recuperar la dignidad y el valor sagrado de la palabra , a partir de su coherencia con los hechos. Se ha demostrado aquí el poder intacto de nuestra cultura, que tiene en la lengua un eje primordial de integración , en torno al cual crecimos juntos en este Congreso de Rosario.