Javier Ordóñez

El español de la arqueología: «no se vea en ella un trabajo literario» Irina Podgorny
Investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas en el Museo de La Plata. Buenos Aires (Argentina)

Roland Barthes ha señalado que la frontera entre la literatura y la ciencia (refiriéndose con ello a las disciplinas históricas y sociales) se sitúa en la conciencia del lenguaje. Parece ser verdad que, en la práctica científica contemporánea, la lengua pasa desapercibida. O en todo caso, sólo crea problemas para aquellos que no tenemos el inglés como lengua materna y que reconocemos la necesidad de incorporar los resultados de nuestro trabajo en un marco que traspase las fronteras puestas por la misma.

El pragmatismo de muchos científicos lleva a adoptar y a defender el estado de las cosas: es decir, la adopción sin remordimientos del inglés. En el coloquio realizado en el Centro A. Koyré de París «Sciences et langues en Europe» en 1994, el único representante del reino de España señalaba que era conveniente mantener el inglés en el seno de la comunicación científica y fomentar la publicación de obras de divulgación en las lenguas nacionales para propender, de este modo, a la educación de la población y a la difusión de la importancia que la investigación científica tiene para cada sociedad (Alberch 1996). No es un hecho menor recordar que esto lleva a un empobrecimiento de la lengua no materna adoptada como lengua de comunicación internacional. El inglés científico, como recuerda Redondi (1996: 61), pasa a ser una lengua desculturalizada y desprovista de las riquezas semánticas y estilísticas del inglés hablado o literario. Tampoco deja de ser interesante que algunas revistas inglesas (por ejemplo, el Journal of History of Collections) hayan empezado a promover la publicación de artículos en inglés de autores cuya lengua de origen es otra, ofreciendo un servicio de corrección estilística para proteger su lengua de agresiones no buscadas.

De esta manera, los científicos hablamos, escribimos y leemos en la paradoja planteada por la no reflexión sobre la lengua materna y por una pretendida búsqueda de un lenguaje neutral y común, comprensible para la comunidad científica internacional. En esta paradoja, la lengua se vuelve tan invisible como la misma cultura y como las categorías que preexisten y condicionan cualquier acto de escritura o de comunicación. Sin embargo, como procuraré plantear aquí, la invisibilidad de la lengua no es inherente a la práctica de la ciencia, sino algo que surge en la segunda mitad del siglo xx. A diferencia de la opinión de Barthes, la conciencia de la lengua de los científicos de fines del siglo xix fue utilizada precisamente para separarse de la literatura y, por otro lado, para cuidar la lengua nacional. Como veremos, los neologismos acuñados para una disciplina nueva como la prehistoria no sólo eran discutidos en el contexto nacional donde aparecían, sino que, antes de ser adoptados en otra lengua, eran igualmente analizados y modificados.

En este trabajo quiero esbozar algunos temas relacionados con la posición de los científicos con respecto a la lengua que utilizan para expresar, enseñar e intercambiar sus ideas, haciendo referencia a tres aspectos: a) el uso de la lengua española por parte de los científicos radicados en la Argentina a fines del siglo xix e inicios del xx, b) la ciencia escrita en español en la Argentina como parte fundante de una cultura nacional moderna, y c) el español de mi propia disciplina, la arqueología.

Entre los inicios y el fin del siglo xix las lenguas nacionales escritas se multiplicaron paralelamente a la aspiración de cada nación europea por poseer su propia lengua de civilización. En la Europa de 1800, las obras científicas se publicaban en una decena de lenguas (francés, inglés, alemán, italiano, español, sueco, danés, polaco, ruso, griego), mientras que, en 1900, los trabajos de carácter científico aparecían en más de veinte lenguas europeas diferentes. A las anteriores se le sumaron, entre otras, el rumano, el checo, el serbo-croata, el esloveno, el búlgaro, el húngaro, el finlandés, el lituano, el flamenco, el noruego, el islandés, el provenzal, el galo, el irlandés, el bretón, el turco, el vasco y el albanés (Rasmussen 1996: 142). Las últimas décadas del siglo xix y los años que preceden a 1914 son testigos de la aparición del argumento que asocia la diversidad lingüística imperante con una amenaza a la comunicación científica internacional. Como señala Rasmussen (1996: 143), el lugar retórico de la denuncia de los peligros de esta diversidad se corresponde con un lugar material: aquél representado por los congresos internacionales, «lugar emblemático de la oralidad», hasta entonces considerados como el escenario de la reconstrucción de la síntesis científica. La especialización de saberes, la fragmentación disciplinaria, sumada a la multiplicación de las lenguas científicas, parecían postergar para siempre esa síntesis y fomentar la idea de la pérdida de la unidad de la ciencia. Como remedio a dicha situación se propuso el regreso al latín, el recurso a una lengua nacional o la adopción de una lengua artificial, de las que, entre 1880 y 1914, se crearon ciento dieciséis sistemas (Rasmussen 1996: 148). La segunda solución privilegiaba algunas de las «grandes lenguas de civilización» europeas en detrimento de las múltiples pequeñas, a las que, de manera concomitante, se acusaba de representar intereses particulares. De tal manera, afirma Rasmussen (1996: 147), se planteó una fuerte interacción entre los promotores de una lengua auxiliar nacional y los grupos tradicionales de presión que favorecían la expansión de su propia cultura nacional. En un contexto de tensiones nacionalistas, la búsqueda de criterios para justificar la elección del inglés, del francés o del alemán, consolidó dos posiciones: la estadística (referida a las zonas geográficas y a las masas de población que las utilizaban, tratando de definir la lengua más representativa o mayoritaria) y la política (justificada por proyecciones a futuro y no por el estado vigente).

El caso de la Argentina de la segunda mitad del siglo xix permite analizar el problema de la lengua de los científicos en el marco de construcción del Estado nacional. La constitución de la Facultad de Ciencias Matemáticas y Físicas y de la Academia Nacional de Ciencias Exactas en la ciudad de Córdoba a inicios de la década de 1870, recurrió al contrato de varios científicos de lengua alemana. Dos de los objetivos de esta consistían en «instruir a la juventud en las ciencias exactas y naturales» y «formar profesores que puedan enseñar esas mismas ciencias en los Colegios de la República» (Reglamento 1870). German Burmeister, el primer director, denunciaba en su informe de 1874 que «los catedráticos, no suficientemente versados en el idioma castellano, han retardado mucho el dar principio à sus lecciones» (Burmeister 1874: 5). El Boletín de la Academia empezó a publicarse ese mismo año de 1874, conteniendo artículos en francés (por Burmeister), castellano (por Moreno, Eguía, Doering, Schickendantz, Berg, Kyle y Hieronymus) y descripciones taxonómicas en latín y castellano (Doering, Berg) y latín y francés (Burmeister). Burmeister castellanizaba su nombre («German») cuando publicaba sus informes oficiales en el Boletín, pero mantenía «Hermann» en sus obras en francés aparecidas en la misma revista. El uso del francés por Burmeister —radicado en la ciudad de Buenos Aires como director del Museo Público de la Provincia— nunca se cuestionó. Pero sí sería un problema el castellano de los profesores prusianos y bávaros de Córdoba y Catamarca, quienes, en las publicaciones de la Academia, lo utilizaban como lengua de escritura tanto para sus informes como para sus trabajos.

Adolfo Doering, segundo director de la Academia Nacional de Ciencias, tomaría una posición muy clara con respecto a la lengua que había adoptado para difundir sus trabajos científicos en el país. No obstante ello, el conflicto por el castellano no se consideraba científico. En efecto, el artículo en el que polemiza con un oponente escondido bajo seudónimo se publica en letra menuda, para no ocupar los fondos reducidos de los que disponía la Academia. No formaba parte del Boletín «por haber ésta resuelto no dar cabida en él a ninguna publicación que no verse sobre materia puramente científica, y que artículos de esta clase no pueden aparecer sino en forma de un apéndice ó anexo especial» (Doering 1875, anexo: 1, observación al pie). Doering, en este anexo, impugnaba los Anales de la Sociedad Científica Argentina que habían empezado a aparecer en Buenos Aires. Para él, éstos consistían en la publicación de meras acusaciones personales, de ensayos estilísticos o de correcciones de la ortografía castellana en los escritos de extranjeros. Doering los tachaba de «compuesto literario» y de «extravagancias fraseológicas», «charlatanismo y broma», oponiéndolos a la verdadera ciencia, a la elaboración de las artes e industrias, acusándolos de constituir la traba a los «progresos reales en estos pueblos Sud-Americanos» (Doering 1875, anexo: 2).

La polémica había surgido a partir del comentario sobre «Los constituyentes inorgánicos de algunos árboles y arbustos Argentinos, y observaciones sobre los métodos más recomendables para la análisis de las cenizas vegetales», del que en los Anales se comentaba: «Copiamos con error y todo el título de esta composición, para que se vea cómo se maltrata la gramática y el idioma allá en Córdoba». Doering respondía con dos argumentos: uno, el uso de los diccionarios de la lengua castellana, a los que, según se ve, conocía y recurría para evitar las trampas de una lengua recientemente adoptada: «Comprendo que el ‘error y todo’ á que alude el Sr. ‘bibliógrafo’ es el femenino ´la análisis’, desde que en seguida trae repetidas veces en su charladuría la palabra análisis como masculina. Tenga la bondad de leer el Diccionario español de ‘Una sociedad de literatos’, y estoy seguro que me hallará razón, pues análisis es indistintamente masculino o femenino; y si lée los demás diccionarios, incluso el muy recomendado de Domínguez, descubrirá que en todos ellos está asignado á dicha palabra el género femenino. Entónces, como se ve, á mí, extranjero, me favorecen en esta parte todos los diccionarios del idioma español, y á V., ortografista castellano, lo condenan todos» (Doering 1875, anexo: 5). Segundo, la diferencia entre el contenido de la comunicación científica y la forma con la que se expresa. Doering señala que el crítico de su artículo sólo se fija en las apariencias del idioma y de las frases y desconoce las ideas y los hechos que éstas transmiten y trasuntan: «Esto en cuanto al citado título. Vamos ahora á la cosa, Sr. Bibliógrafo. A ver sus datos y argumentos que afecten sustancialmente el fondo, la parte química de mi trabajo. Con frases se lucha contra frases, es verdad; pero con frases no se lucha contra las ciencias positivas (…) Pero el lector que se fije en las elevadas vistas ‘científicas’ del Sr. ‘bibliógrafo’, buscará en vano una palabra que toque la parte química de aquella publicación: reconocerá, sí, una especie de agresión á los términos: lo que, á nuestro pesar, nos obliga de nuevo á entrar á la cuestión de palabras» (Doering 1875, anexo: 5).

Esa adherencia por las formas de las frases y de las palabras es la misma que lo lleva a incurrir en un error de traducción de un término alemán y que Doering aprovechará para terminar de denostarlo: «Para dar un modelo de la originalidad con que el prolijo ‘bibliógrafo’ nos enseña castellano, mencionarémos como un ejemplo su ocurrencia de que los crisoles hássicos ó hassianos se llaman crisoles de Hessi…! Cantus avis talis, rostri formatis qualis! (…) Una persona que se llame Hessi no existe, Sr. Bibliógrafo, ni existe en los diccionarios de química, ni en los de geografía: existe solamente en el tintero de la semicompetencia hinchada. Lo que se ha empleado en la química hace mucho tiempo, son, por ej., crisoles ingleses, y á mas otros premiados nuevamente en la Exposición de Filadelfia, los que se fabrican particularmente en Gros-Almerode, en el antiguo Electorado ‘Hessen’, conociéndose allí con el nombre de ‘Hessi-sche Tiegel’; pero nunca han tenido la denominación de ‘crisoles de Hessi’, como pretende el Sr. ‘bibliógrafo’» (Doering 1875, anexo: 5-6).1

Esta acusación por el idioma se enmarcaba en realidad en las polémicas acerca de dónde estaba colocado el centro científico del país. Doering marcaba que la oposición tejida entre «ciencia porteña» y «ciencia extraporteña» atacaba el «vínculo que debe ligar naturalmente á los obreros de la ciencia en un mismo suelo» y «que, no teniendo razón de ser, revela desde luego el desconsolante empeño de crear antagonismos donde solo debe haber fraternidad y armonía» (Doering 1875, anexo: 4). «Decimos esto, no como Cordobeses sino como despreocupados extrangeros y amigos del país de su residencia, que aspiran a que la buena acogida y protección que han gozado aquí bajo los auspicios de un gobierno progresista é ilustrado, produciendo eco en las corporaciones aliadas del otro lado del océano, hagan desvanecer mas y mas las preocupaciones desfavorables que acerca de la inmigración en esta República existen en los pueblos de la Europa septentrional en cuanto al reinado del fanatismo religioso y del bombo en estas Repúblicas Sud-Americanas, donde, como se dice allá, el extranjero inmigrante de talento nunca podrá gozar de la protección y de los resultados de su trabajo, si no emplea para ello el charlatanismo» (Doering 1875, anexo: 4). Como antes en la Francia napoleónica y en la Confederación Argentina de la década de 1850, la palabra ornamentada y carente de sustancia aparecía como un enemigo de la constitución de la ciencia y de la Nación.

Por otro lado, ni la lengua ni la cultura alemanas tejían alianzas por sí mismas. Los profesores de Córdoba muchas veces se aliaron con argentinos para evitar el contrato de otros alemanes (Podgorny 2000a). Para Doering, como señalaba en 1875, los vínculos urdidos por la ciencia se relacionaban espacialmente con el suelo donde se practicaba. Destaquemos que la primera asociación científica de alemanes en la Argentina (Deutsche Akademische Vereinigung) data de 1897 y tuvo como objetivo suplir las carencias culturales que los científicos emigrados encontraban en el país que los había contratado. Si bien todas sus actividades (conferencias, publicaciones, encuentros) se realizaban en alemán, es de destacar que el principio sobre el cual se establecía la posibilidad de ingresar a la sociedad era la formación científica y la pertenencia a la vida académica. Ni el idioma ni la nacionalidad aparecían en las bases de su constitución. Pero, durante la guerra europea, en 1915, la sociedad cambió de nombre (Deutscher Wissenschaftlicher Verein o DWV) y se reestructuró, dándose nuevos estatutos en los que los principios cambiaron radicalmente: lo que unía a los científicos alemanes ya no era la academia, sino el idioma materno, e incluso para ser miembro extraordinario, bastaba con demostrar el dominio de la lengua alemana. En los años de la guerra europea, la DWV procuró, manteniendo un tono neutral, demostrar el papel fundamental de los alemanes en la constitución de la cultura argentina. En un clima general a favor de la cultura francesa y de los intereses británicos, la DWV mostraba, a través de sus publicaciones, cómo la historia de la ciencia y de la educación argentinas estaban inextricablemente ligadas a la cultura alemana (García y Podgorny 2000).

En Buenos Aires, Florentino Ameghino (1854?-1911), hijo de inmigrantes piamonteses o piamontés él mismo, publicaba en 1884 Filogenia o Principios de Clasificación transformista basados sobre leyes naturales y proporciones matemáticas. La edición de Filogenia fue posible gracias al patronato de Estanislao Zeballos, abogado, político y promotor de los estudios científicos en el país. En este libro, Ameghino buscaba definir un nuevo método de clasificación que trascendiera la zoología descriptiva y que permitiera reconstruir, a través del estudio matemático comparado, la genealogía de los seres. En el prólogo de la obra advertía que no debía verse en ella «un trabajo literario», dado que «viéndome en la obligación de procurarme el alimento cotidiano atendiendo un comercio de librería, escribo cada renglón de esta obra entre la venta de cuatro reales de plumas y un peso de papel, condición poco favorable, por cierto, para dar a mis ideas formas literarias elevadas» (Ameghino 1915 [1884]: 220). Esta distancia de las formas elegantes tenía una doble función. Por un lado, minimizar la importancia del lenguaje descriptivo para, así dejar al desnudo la cosa en sí que, en lo posible, debería poder expresarse a través de los números. De esta manera, el naturalista, ya despojado de la carga del lenguaje, ocuparía el lugar de «una máquina de substracciones y adiciones» (Ameghino 1915 [1884]: 219). Por otro lado, Ameghino ligaba la forma literaria a la posesión de un tiempo adicional dado también por la disponibilidad de recursos. En su argumentación, la carencia de tiempo le impedía dedicarle trabajo a lo que, simultáneamente, consideraba superfluo. En realidad, la falta de tiempo y de recursos estaba directamente asociada al uso del castellano para la redacción de la obra: sus trabajos anteriores habían aparecido en París y en francés, habiendo contado allí con las condiciones de las que se lamentaba no poseer en Buenos Aires. Ameghino, en el caso de poseer tiempo y dinero, no los dedicaba a buscar un estilo dentro del idioma en el que se había socializado, sino que los empleaba en garantir la difusión de sus trabajos e ideas en el campo internacional que, por ese entonces en la paleontología y la arqueología prehistórica, recurría abundantemente al francés. Estas consideraciones de Ameghino, escritas en castellano, no se referían solamente a las obras en español, sino que englobaban a las prácticas de la zoología internacional donde, sin embargo, existían trabajos que habían conciliado, sin conflicto, la forma literaria con la redacción y la difusión de la ciencia. Recordemos el gusto por la poesía de Richard Owen y la preocupación de éste por buscar las palabras en inglés que tradujeran, de la manera más exacta posible, los conceptos alemanes que importaba hacia Inglaterra (cf. Rupke 1994, Sloan 1992, Owen 1849). No es menos cierto que Owen fue extremadamente popular en sus conferencias públicas y ampliamente reconocido por la precisión de sus determinaciones taxonómicas de la fauna fósil (Rupke 1994).

Ameghino fue erigido, después de su muerte, en una suerte de santo laico para los niños y maestros argentinos. Las obras que se difundieron al efecto fueron aquellas con mayor contenido retórico, como Mi credo, el prólogo de Filogenia y algunas de las conferencias pronunciadas públicamente. Con ellas, los escritores Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas armaron algunos eslabones de los linajes que imaginaron para «los argentinos». A diferencia de lo expresado por autores como Hauge (1996: 160), que sostienen que «las ciencias han permanecido inmunes a la nacionalización», «la ciencia argentina» adoptó nacionalidad y se incluyó entre los factores que definían la cultura nacional. Para Rojas, la lengua española era un elemento esencialmente unido al territorio y al pensamiento de Ameghino: «Misioneros y conquistadores, transplantaron a nuestro país la lengua de Castilla, el idioma transformado del Lacio, espíritu de la civilización greco-latina. Ellos lucharon hasta fijar esa lengua en América, y dieron a estos pueblos, después de cruenta y secular hazaña, un elemento caracterizante de nuestras futuras nacionalidades. A tales héroes se vinculó Ameghino, por haber escrito la parte fundamental de su doctrina científica en el idioma cívico de su país (…) No recurrió a otras hablas sino por excepción, y esto en la necesidad caballeresca de ciertos lances o en la cortesía ineludible de ciertas comunicaciones que son como la urbanidad de las academias internacionales (…) La regla fue que no desvinculara sus grandes libros del núcleo ideal de nuestra raza, y semejante actitud resulta más edificante en este hijo de progenitores extranjeros y más significativa en nuestro medio científico, que a veces extravía sus explicables desconfianzas en las rutas de una engañosa poliglotía» (Rojas 1922 [1912]: 202-205). Invirtiendo el razonamiento de Comte, que elegía el italiano como lengua internacional de la ciencia bajo la condición que los italianos mantuvieran las prerrogativas con las que contaban en 1856, —es decir, el desmembramiento político, el pacifismo, y el no colonialismo (Redondi 1996: 66)—, Rojas hacía del español una bandera de expansión casi imperial: «Creemos una nación poderosa, y el castellano se impondrá en el mundo. Creemos una ciencia respetada, y del mundo vendrán a aprenderlo para abrevarse en sus fuentes. No es esta la oportunidad de formular un más explícito elogio del castellano como órgano expresivo de las ciencias modernas; pero sí lo es de señalar, a propósito de ello, el alto mérito civil de Ameghino, que, al cultivar sus ciencias en ese idioma, trabajó por el prestigio futuro de nuestra patria y se vinculó a la proeza de nuestros primeros civilizadores» (Rojas 1922 [1912]: 206). Para Rojas, el español se impondría como lengua internacional en función del poderío de la Nación y de su ciencia.

La relación entre ciencia, lengua y territorio volvería a ser planteada en relación al nombre de Ameghino para bautizar a una nueva colonia agrícola de la Pampa. Para ello, Rojas pregonaba por la adopción de un criterio que «nacionalizara y ennobleciera» los nombres elegidos para los nuevas villas que resultaban del progreso de la civilización sobre la llanura. Rojas, como regla, se oponía a la elección de nombres propios para denominar pueblos y lugares, pero «[s]i hay entre nuestros próceres alguno que imponga con su gloria semejante excepción, ése es Ameghino (…) pocos tienen como aquél, ese género de gloria que identifica con la tierra y que hace pasar a ella su nombre, como una transmigración. Ameghino se identifica con el suelo natal. Se identifica por la carne, y por el espíritu. Argentino es por la cuna pero lo es también por la gloria. Polvo pampeano era su cuerpo y en polvo pampeano se convertirá. El sabio muerto ha dejado su nombre, no ya en la superficie de la tierra argentina, sino en la substancia misma de la tierra argentina, donde sus manos se hundieron a buscar el secreto de sus entrañas (…) Se necesita de gloria tan excepcional para que el propio nombre humano y perecedero deba perpetuarse en la geografía de una patria» (Rojas 1913: 280-281). Pero para ello se volvía necesario modificar el nombre para darle significado territorial, uniendo a su raíz una desinencia que signifique pueblo o territorio para dar la imagen de un epónimo geográfico. Rojas sentenciaba «que hay en castellano una desinencia que llamaré de ‘substantivos geográficos o territoriales’ para designar jurisdicción de pueblos o naciones: la terminación ‘ia’ no diptongada». Asimismo, predecía las transformaciones —que no ocurrieron— en la «prosodia popular» del idioma. Así, cambiando la gh por gu, «para hacer lo que el pueblo espontáneamente haría», resultaba Ameguinia como el nombre que, en correcto castellano, llevaría a Ameghino a fundirse con el suelo de su patria (Rojas 1913: 283). Rojas publicaría en 1922 su Historia de la Literatura Argentina, donde le dedicaría varias páginas para fundar allí parte de la literatura y de la cultura laica y moderna argentinas. Otros autores se inspiraron en Ameghino para componer piezas de teatro y lecturas morales para los niños. Todas estas propuestas, además de la eficacia que tuvieron en producir un icono de la cultura nacional, ingresaron a los debates científicos sobre la antigüedad de los estratos geológicos. Cuestionar las ideas fieles a los planteos ameghineanos llegó a ser tachado de una supuesta intención «extranjerizante» de la tradición científica nacional (Podgorny 1997).

El español de la arqueología

Una ciencia viva es productora de neologismos (Rasmussen 1996: 146). De alguna manera, las palabras que se van incorporando al léxico de una disciplina constituyen también restos de las relaciones entre diferentes escuelas y tradiciones académicas.

En la década de 1990, varios arqueólogos de lengua castellana emprendieron la redacción de un Diccionario de arqueología (Alcina Franch, coord., 1998; de ahora en más citado como Diccionario) que puede tomarse como el intento más reciente de sistematización del léxico español para las distintas ramas de la disciplina. Aunque publicado en Madrid por la editorial Alianza, este proyecto recurrió a arqueólogos de países de lengua castellana de ambos lados del Atlántico (España, México, Venezuela, Ecuador, República Dominicana) y también a arqueólogos de lengua inglesa, francesa, rusa, catalana e italiana cuyos artículos fueron traducidos al español. Curiosamente, a pesar del carácter normativo que un diccionario puede tener para el léxico de una disciplina, la introducción al Diccionario no hace mención alguna a la lengua en la que está redactado y a la importancia que puede desempeñar respecto a ella. Es verdad que quizá este aspecto esté implícito en la definición del público al que va destinado: «principalmente a estudiantes y recién licenciados en Arqueología, Prehistoria e incluso Historia Antigua de las Facultades de Geografía e Historia de las Universidades españolas, así como de sus equivalentes en las universidades de los países de América Latina» (Diccionario: 9). Pero también puede ser un indicador de la invisibilidad que cobra la lengua incluso en una propuesta donde ella es ineludible.

Las voces del Diccionario fueron organizadas en los siguientes campos temáticos: conceptos teóricos, historia de la arqueología, técnicas arqueológicas, sitios arqueológicos, culturas y áreas culturales, instrumentos, técnicas antiguas y términos genéricos, nombres de divinidades y seres mitológicos, paleoantropología, geología del cuaternario, tipos de asentamiento y urbanismo, animales, plantas, petrología, minerales y otras materias, grupos étnicos, tipos de decoración, técnicas de fabricación. De todos los artículos muy pocos hacen referencia a problemas relacionados con el idioma: uno, el referido a una palabra bastante central en el vocabulario de un arqueólogo contemporáneo como lo es artefacto. La voz, redactada por Fulolla Pericot (Diccionario: 89), destaca que este término es un anglicismo que procede de la traducción literal de artifact de los textos en inglés, pero cuyo sentido estaría cubierto a la perfección por los términos españoles útil o instrumento. Al respecto sería interesante revelar cuándo ingresa en los textos castellanos y si se debe a la desidia de las traducciones editoriales o a la consolidación a través del uso en la enseñanza y en la escritura. Destaquemos que, por lo menos hasta el primer tercio del siglo xx, dicho término no aparece en las publicaciones en castellano sobre arqueología. Incluso autores como Hugo Obermaier cuidaban el uso diferencial de las palabras: mientras en alemán escribía Artefakt, en español sólo utilizaba útil, utensilio, herramienta o instrumento (Obermaier 1908, 1925, 1932; Obermaier y Pérez de Barradas 1924).

La segunda de las voces que hace referencia al idioma es la de Martínez Navarrete (p. 324) sobre la Asociación Europea de Arqueólogos (EAA) donde se destaca que el inglés es el idioma oficial de la misma. Las voces de Ruiz Zapatero (pp. 238-9 y p. 791) sobre el Congreso Arqueológico Mundial (WAC) y la Unión Internacional de Ciencias Prehistóricas y Protohistóricas (UISPP) nada dicen sobre la lengua oficial de estas agrupaciones. Recordemos que la EAA y el WAC representan las únicas agrupaciones que trascienden los límites nacionales englobando todos los temas y áreas de la arqueología. El WAC se constituyó en 1987, habiendo adoptado como lenguas oficiales las de la UNESCO. E incluso cuando hubo de celebrarse el tercer congreso en Nueva Delhi (1994), se pensó en agregar, además, alguna de las múltiples lenguas que se utilizan en la India. Esta propuesta de los miembros ingleses del comité ejecutivo fue vetada por los representantes indios, que veían en ella el potencial peligro de ser acusados de favorecer a alguna de las mayorías o de las minorías de su país. No obstante esta pluralidad lingüística, todas las publicaciones del WAC —salvo el folleto de presentación y de inscripción— se realizan en inglés. Singularmente, el Diccionario no menciona al Congreso de Americanistas, reunión que se convoca desde 1875, que toma el Nuevo Mundo como objeto de estudio y que ha tenido a la arqueología como una de las disciplinas más destacadas. Surgió a raíz de la iniciativa de varios americanistas franceses y, en consecuencia, instaló al francés como lengua franca. Sin embargo, a lo largo del siglo xx, y en el marco del americanismo, el español ha ido ocupando ese lugar. Lo curioso reside en que los investigadores de las humanidades y ciencias sociales que realizan su trabajo sobre temas de este continente acaban siendo reunidos por un criterio geográfico. Esta clasificación prima también en las academias europeas y estadounidense, mientras que, entre nosotros, se mantiene una agrupación por disciplinas, las cuales, por lo general, asumen los límites de su propio país.

El Diccionario se propuso integrar la arqueología del Viejo y del Nuevo Mundo, la Prehistoria y la Historia Antigua (Arqueología clásica).2 Por ello se vuelve una muy buena fuente para analizar la circulación de las revistas temáticas en español, su uso por los arqueólogos y para contrastar su bibliografía con los índices hasta ahora organizados. Como vemos en la tabla 1, el índice —realizado en México— de revistas de arqueología en español muestra 96 revistas editadas con una fuerte mayoría peninsular (57,2 %) seguida de las revistas argentinas (28 %). Sin embargo, como se puede constatar en el Diccionario (pp. 919-927), el índice distorsiona la presencia de México y la de otros países con una tradición arqueológica importante como Perú y Ecuador. En el Diccionario, por ejemplo, se listan 26 publicaciones mexicanas. Resaltemos, además, que el Diccionario cita como fuente para la elaboración de sus artículos 405 publicaciones periódicas en distintos idiomas, de las cuales 131 proceden de España e Hispanoamérica. No deja de ser interesante que casi un tercio de las revistas consultadas para la elaboración del léxico español de la arqueología estén publicadas en esta lengua.

Regresando a las voces del Diccionario, muy pocas analizan el origen de la palabra o su momento de incorporación a la lengua castellana. Por otro lado, los animales y las plantas aparecen con sus nombres vulgares españoles; el nombre científico en latín aparece en la definición de la voz. Remarquemos que, teniendo como objeto de estudio la cultura del pasado en la que se incluyen los objetos de la vida cotidiana y el paisaje, la arqueología navega desde sus inicios entre el «lenguaje general científico» y el «lenguaje vulgar». Así, los arqueólogos recurren a las palabras del lenguaje vulgar, para designar, por ejemplo, los elementos del paisaje geográfico (como gruta, caverna, cueva) o algunos instrumentos (hacha, raspador, lanza, flecha, olla, cuenco, urna). Las distintas soluciones a este problema han consistido en el intento de fijar y de aceptar distintas convenciones acerca del significado de los términos o de crear neologismos que reemplazaran los términos del «lenguaje vulgar».

En la arqueología contemporánea, las tendencias llamadas procesuales —dominantes en la escena de los países del Cono Sur sudamericano— se caracterizan por la búsqueda de un lenguaje similar al de las ciencias naturales. Apartarse del lenguaje descriptivo —considerado como una rémora de las orientaciones tradicionales historicistas— puede convertirse en sinónimo del abandono del español a través de la invención de neologismos (como un caso extremo, cito la propuesta de geoformas para montañas) o del uso de convenciones de cuño estadounidense. Esto genera una jerga que establece barreras lingüísticas no sólo con los no especialistas, sino también entre las generaciones y las distintas áreas de la disciplina. En cambio, en las tendencias llamadas postprocesuales reina la metáfora, la interpretación, la sugerencia y un lenguaje descriptivo que llega a presentarse como el lenguaje del objeto. En este caso, el arqueólogo no es más que un recopilador de diversos relatos sobre el pasado que deberían reproducir los múltiples e incomparables lenguajes en que fueron enunciados.

La incorporación de términos a la disciplina va constituyendo capas similares a las arqueológicas, donde determinado sistema de palabras está asociado a la adopción o rechazo de determinadas ideas. Palabras tales como prehistoria son relativamente nuevas en el español y en todas las lenguas. Esta palabra, que se aplica para la disciplina y para los períodos históricos de los que se carece de testimonios escritos, fue discutida en sus orígenes por la incongruencia que planteaba al sugerir la existencia de un momento de la humanidad en el que esta habría carecido de historia. Fue acuñada originalmente en inglés en 1851 como prehistory, pero aceptada a partir de fines de la década siguiente (Daniel 1968). En Francia, por otro lado, se propusieron los términos alternativos de paleoethnologie y anté-histoire. Este último reemplazaba sistemáticamente a prehistory en cualquier traducción que se hiciera del inglés hasta los inicios de la década de 1870. Así, la primera traducción de Prehistoric times, de John Lubbock (1865), fue hecha como L´homme avant l´histoire (1867), antes de asumir definitivamente su título de Les temps préhistoriques.

Aparentemente, a pesar de la fuerte impronta francesa del vocabulario español de la arqueología prehistórica, prehistoria se empezó a usar en 1868. Pero esta elección no fue automática o irreflexiva. Don Francisco Tubino (1872: 19) la describía detalladamente en su Historia y progresos de la arqueología prehistórica de la siguiente manera: «usaban los autores extranjeros varios epítetos; nosotros escogimos el que nos pareció mas característico y adecuado, y en la Andalucía de Sevilla fue donde por primera vez se estampó la palabra prehistórico no conocida hasta entonces en castellano.3 Pocos días después reprodujo nuestro artículo La España, periódico de Madrid y en la Revista de Bellas Artes que comenzamos a redactar en Octubre del propio año, abrimos una sección bajo el epígrafe de ‘Arqueología prehistórica’. Hizo fortuna el adjetivo, y el Sr. Amador de los Ríos lo empleó al presentar a la Academia de la Historia un cuchillo de sílex (…) Empeñados en vulgarizar los nuevos conocimientos, entramos en relaciones con los prehistóricos mas ilustres del extranjero, adquirimos libros, emprendimos expediciones á Suiza, Francia, Alemania, Bélgica e Inglaterra, dirigimos una circular a cuantas personas podían en nuestro país darnos razón de (….) fósiles cuaternarios y otras antiguallas, publicamos artículos sobre las ciudades lacustres y las conferencias del Sr. Vilanova, y al mismo tiempo dimos algunas en la Academia de Buenas Letras de Sevilla y en la Sociedad Económica Matritense (…). En 1868 asistimos al Congreso de Norwich, y en 1869 tomamos parte en los debates del de Copenhague. En Marzo último hemos iniciado un curso de ciencia prehistórica en la Universidad de Sevilla (…). Aparte de esto La Gaceta ha acogido nuestras “Memorias”, y en la Ilustración Hispano-Americana, en la Reforma, en la Andalucía y en el Boletín de la Universidad Central, historiamos los trabajos de Brome y de los portugueses, bosquejamos las biografías de Prado, Worsäe y Lubbock, publicamos la más extensa que se conoce de Boucher de Perthes, y dimos cuenta de las últimas discusiones sobre el hombre terciario, aceptando además el cargo de redactor corresponsal de los Materiales para la historia positiva y filosófica del hombre (…) dirigidos en un principio por (…) Gabriel de Mortillet, uno de los conservadores del Museo Prehistórico de San German-en-Laye. De ingratos pecaríamos si calláramos que al Sr. Amador de los Ríos débese que en el Museo Arqueológico Nacional se designara una sección exclusivamente consagrada á lo prehistórico… Asimismo procede que recordemos la benevolencia con que la Academia de la Historia acogió, en la persona de su… presidente, trabajos colectivos del Sr. Vilanova y de nosotros; alentándonos así á proseguir en nuestra empresa, á pesar de la falta de protección directa que debieran tener estos esfuerzos en nuestra patria».

Sin embargo, la cátedra que se creó en 1922 en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Madrid llevó por nombre «Historia primitiva del hombre» (Ruiz Zapatero y otros 1997). Esta denominación, también de cuño francés, reproducía el nuevo nombre que, en 1868, había adoptado la revista creada por De Mortillet: Matériaux pour l´histoire primitive et philosophique de l´homme y que, en 1870, vuelve a modificarse para ser Matériaux pour l´histoire primitive et naturelle de l’homme et l’étude du sol, de la faune et de la flore qui s’y rattachent. La revista establecida en París en 1864 —con el nombre al que hace referencia Tubino— estaba dedicada a recoger los trabajos y descubrimientos relacionados con «l’Anthropologie, les Temps Anté-historiques, l’Époque Quaternaire, les Questions de l’Espèce et de la Génération spontanée». Cuando cambia de nombre en 1868, sus objetivos se mantienen, pero los tiempos «anté-historiques» se reemplazan por «les temps préhistoriques». Es decir, que la adopción del nombre acuñado en Inglaterra en 1851, se da a la vez en España y en Francia, donde se le había resistido varios años. De Mortillet y otros no dejaban de recalcar que la clasificación de la «edad de la piedra» en dos momentos diferentes (de la piedra tallada y de la piedra pulimentada) había sido una invención francesa, pero que los ingleses (Lubbock 1865) se habían apropiado de ella dándoles el nombre de paleolítico / arqueolítico (Paleolithic) y neolítico (Neolithic) (Mortillet 1873: 432). Frente a ello, varios franceses se dedicaron a buscar una clasificación y una nomenclatura para las fases del paleolítico. La «edad de la piedra», se había comprobado, era un hecho universal: más allá de Europa del centro y del norte, se la hallaba, todavía, entre los «pueblos salvajes», pero también antecediendo las grandes civilizaciones de Grecia, Italia, Palestina, Egipto, Asiria, India y China. Subdividirla y ponerle nombre era una manera de asegurar la expansión geográfica del mismo por el mundo entero.

El movimiento prehistórico francés, encabezado por Gabriel de Mortillet a partir de la Exposición Universal de 1867, propuso diversos sistemas. De Mortillet dejaría de lado el método paleontológico que establecía la clasificación en base a la fauna extinguida asociada y recurriría a un método arqueológico; es decir, a las obras del hombre, a la materia y a la industria. Sin embargo, conservaba un elemento importante del método geológico y paleontológico: la manera de otorgar el nombre. Así le daba a cada época el nombre de la «localidad típica mejor conocida» y simplificaba la designación reduciéndola a una sola palabra, como se hace en geología (Mortillet 1873: 436). En 1873 la secuencia comprendía: «époque de Saint Acheul o Acheuléen —luego reemplazado por Chelléen—, époque de Moustiers o Moustiérien, époque de Solutré o Solutréen, y époque de la Madeleine o Magdalènien». Esta secuencia francesa, aunque debatida en los congresos de arqueología prehistórica y por los prehistoriadores de Europa central (Obermaier 1908), fue finalmente aceptada como una secuencia universal para Europa (Van Riper 1994, Trigger 1989). Mortillet, en las discusiones de 1873, aclaraba que no creía que su clasificación se pudiera aplicar sin modificaciones a todo el universo, pero que era exacta para Francia, Suiza, las regiones del Rin, Bélgica e, incluso, para Inglaterra (Mortillet 1873: 447).

Mientras que la traducción al inglés adoptó la desinencia de la lengua («Chellean, Mousterian, Solutrean, Magdalenian»), en el castellano de fines del siglo xix se encontraba frecuentemente la referencia a «estación, tipo o período de Chelles, del Moustier, de Solutré, de la Madeleine» (cf. Domenech 1886, Sales y Ferré 1883). Vilanova (1882: 37) lo explicaba así: «Las variadas denominaciones que á los diferentes períodos prehistóricos se aplican corresponden unas veces á la naturaleza y aspecto de los objetos que los caracterizan, tales como arqueolítico ó paleolítico, mesolítico y neolítico, del cobre, del bronce y del hierro; otras se relacionan con los animales que formaban el cortejo del hombre primitivo, y que se llamaban mammuth ó elefante primitivo…, del oso de las cavernas, del reno, caballo y toro primitivo… se hayan aplicado todas estas consideraciones para distinguir los diferentes períodos antehistóricos. También se valen algunos arqueólogos del nombre de las localidades más clásicas por el hallazgo de tipos de armas ó utensilios para designar estos tiempos tan remotos; como lo propuso Mortillet no há muchos años, llamando Acheulense de St. Acheul, Moustieriense de Moustier, Solutrense de Solutré, y Magdaleniense de la cueva de la Magdalena, á los cuatro períodos en que, según él, debe dividirse la época arqueolítica; y Robenhausiense de Robenhausen (Suiza) la neolítica. Posteriormente ha sustituído dicho arqueólogo el nombre de Acheulense por el de Chellense, por creer que corresponden ó representan mejor el tipo de dicho período los objetos encontrados en una localidad llamada Chelles, donde, según aquél, no se observa la mezcla de objetos pertenecientes á otros períodos que distingue el yacimiento de St. Acheul». En estos trabajos publicados en España en la década de 1880 puede verse que no existe unanimidad en la nomenclatura utilizada. Vilanova recurre a «arqueolítico» e indistintamente a «prehistórico» y «antehistórico». Por otro lado, el reconocimiento de esta clasificación no significaba la expansión de la misma para ordenar los hallazgos nacionales. Como relata Obermaier (1908) el término podía ser utilizado, pero sólo para destruir el concepto que se quería imponer con él. Obermaier hará una extensa campaña a favor de una clasificación sistemática de los yacimientos arqueológicos en base a la tipología de los instrumentos («Typologie der Artefakte») considerando que éstos deberían cubrir el mismo papel que los «fósiles guía» («Leitfossilien») en la geología. Obermaier era partidario del último esquema de De Mortillet, convencimiento cimentado durante su colaboración con Henri Breuil y su trabajo en el Instituto de Paleontología Humana de París (Züchner 1995). Aunque promoviera esta clasificación y esta terminología de cuño francés entre sus colegas de Europa del centro y del este, insistiría en el aspecto naturalista del método y no tanto en la relación materia e industria del Mortillet inicial. La expansión de la clasificación más allá de los Pirineos también estaría asociada a su trabajo realizado en España, aún con anterioridad a su instalación en Madrid por más de veinte años. El hecho que esta importación de terminología y de conceptos franceses fuera llevada a cabo por un investigador alemán, señala que las fronteras políticas no necesariamente se superponen con las de los círculos académicos.

Finalmente, cabe destacar que la terminología de la disciplina no siempre llegaba a los países americanos a través de Madrid o de las ediciones españolas. En el caso argentino, las obras de Vilanova no se encuentran en las bibliotecas, aunque sí pueden hallarse textos españoles de divulgación histórica o la colección completa de la revista de De Mortillet, las actas de los Congresos Internacionales de Prehistoria (también en francés) y las revistas inglesas que discutían el problema de la antigüedad del hombre (Podgorny 2000b). Sumado a ello, la estadía en Francia, la asistencia a los congresos europeos, la intensa correspondencia, la publicación en las revistas internacionales y el intercambio interbibliotecario, colocaban a los prehistoriadores locales en el mismo lugar que a los españoles con respecto a la lengua y a la actualización de la disciplina. Recordemos solamente aquí que Ameghino entre 1880 y 1881, a raíz de sus trabajos en Chelles en los alrededores de París, intervino directamente en la discusión sobre la secuencia del Paleolítico. Para él, el «Moustérien» y el «Chelléen» más que nombres que necesitaban una traducción fueron conceptos en los que era necesario actuar para precisar su definición (cf. Obermaier 1908: 11).

En este trabajo, tratando de evitar toda moraleja o programa de acción, quise mostrar algunos de los caminos de la lengua de los científicos. En la última sección me referí a un momento bastante circunscrito de la historia de la terminología de la prehistoria. En ella, los métodos de las ciencias naturales dejaron una impronta más marcada y también se mantuvo cierta aspiración internacionalista. Sin embargo, me atrevo a decir, la arqueología está gobernada por los problemas de las humanidades. Tanto para los que la consideran una disciplina de la historia como para quienes ven en ella una ciencia natural, rigen la especialización fijada en un tiempo y en un espacio. Quizá debido a la poca difusión que tienen los estudios comparativos entre países diferentes, se consolida la idea que las investigaciones están aferradas al país o a la región donde se hacen y que las humanidades, en contraste con las ciencias duras, tienen una patria. Sospecho que no es exactamente así y que se podría afirmar, en cambio, que los científicos tenemos una lengua de la que no nos deberíamos desentender.

Agradecimientos

A José A. Pérez Gollán, Wolfgang Schäffner, Ricardo Ibarlucía, y, muy especialmente, a María Isabel Martínez Navarrete, quien cooperó desde lejos en la elaboración de este trabajo. Y también a Javier Ordóñez, por haberme invitado a reflexionar sobre la lengua.

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Notas

  • 1. Este tipo de error sería bastante frecuente. Leopoldo Lugones, al redactar su Elogio de Ameghino, confunde las palabras riesen (‘gigantesco’) y Faulthier (‘perezoso’) con el nombre de dos autores alemanes (Lugones 1915: notas I (1) y (11).) Volver
  • 2. Otros diccionarios revisten un carácter más especializado (cf. Fatás y Borrás 1973, 1999; Menéndez y otros 1997). Volver
  • 3. Vilanova en sus «Estudios sobre lo prehistórico español» del mismo libro (pp. 129-143) cita en p. 143 el libro de Manuel de Góngora y Martínez, Antigüedades prehistóricas de Andalucía, Madrid, 1868 que se tiene por el primer libro de Prehistoria publicado en España. Volver