Unidades y variedades del español Ángel López García
Catedrático de Filología Teórica de Lenguajes de la Universidad de Valencia (España)

Cuando se habla de Unidad y variedad del español es inevitable que el auditorio se prepare para asistir a una sesión del género epidíctico. Sabe que este es uno de los tópicos preferidos de la Filología Hispánica y que no cabe esperar sorpresas. No se trata de defender personas o ideas, como en el judicial, ni de promover actitudes o acciones, como en el deliberativo. En el género epidíctico no queda más remedio que hablar para convencidos: la originalidad, fuera de los aderezos retóricos del ornatus, casi parece un estorbo y la novedad, un pecado. Ya se sabe lo que hay que decir sobre la unidad y la variedad del español: que la unidad es un bien deseable; que la variedad constituye una riqueza expresiva estimable, pues no amenaza dicha unidad fundamental; que, no obstante, hay algunos peligros para la unidad y la mejor manera de conjurarlos es la labor coordinada de las instituciones y de los escritores. Se acabó: todo lo demás son variaciones sobre el mismo tema, desarrollos escolásticos de una lectio archisabida.

Pero si he titulado mi intervención Unidades y variedades del español es porque, a mi modo de ver, la cosa no está tan clara. Entiéndaseme bien. No pretendo romper la línea esencial de las convicciones que nos reúnen aquí y, desde luego, no voy a abogar por el menosprecio o siquiera por el descuido de nuestra trabajada unidad. Lo que pretendo destacar es que la unidad del español ha tenido un sentido diferente a lo largo de su historia y que esta divergencia merece ser considerada. Ilustraré mi posición con una analogía tomada del campo de la Biología. La aplicación de la Genética al campo de la evolución ha permitido distinguir tres grandes factores evolutivos: la migración de individuos de una población y su mezcla con los de otra, seguida de los consiguientes intercambios genéticos; la selección natural, que es la supervivencia de los individuos que presentan mutaciones mejor adaptadas al contexto; la deriva genética, la más difícil de entender sin una formación previa, que es el resultado de las fluctuaciones estadísticas de las frecuencias génicas de una población a otra. De la misma forma, la consecución de la unidad del español tampoco tiene por qué haberse producido de manera uniforme a lo largo de su historia, pueden existir también causas variadas y, por consiguiente, problemas y soluciones diferentes.

Tal vez ustedes se preguntarán: ¿y esta analogía biológica, a santo de qué? Últimamente los paralelismos entre la Genética y la Lingüística empiezan a verse como algo más que como meros recursos expositivos. Desde las investigaciones del equipo que dirige Luigi Luca Cavalli-Sforza, se ha descubierto un paralelismo sorprendente entre la geografía genética y la geografía lingüística. Resulta que el árbol genético evolutivo de la humanidad, confeccionado con muestras de ADN mitocondrial, coincide casi por completo con el árbol de las familias lingüísticas que han confeccionado los filólogos. La causa, como señala Cavalli-Sforza, es la siguiente: «Dos poblaciones aisladas entre sí se distinguen desde el punto de vista tanto genético como lingüístico. El aislamiento, debido a las barreras geográficas, ecológicas y sociales, impide (o hace menos probables) los matrimonios entre las dos poblaciones, y por lo tanto también el intercambio genético. Entonces, las poblaciones evolucionarán independientemente y se volverán distintas. La diferenciación genética aumentará regularmente con el paso del tiempo. Podemos esperar exactamente lo mismo desde el punto de vista lingüístico: el aislamiento reduce o anula los intercambios culturales, y las dos lenguas también se diferencian… Por lo tanto, tiene que haber una correspondencia básica entre el árbol lingüístico y el árbol genético, pues reflejan la misma historia de separaciones y aislamientos evolutivos».1

Ya ven cómo la analogía Genética-Lingüística no es una boutade, sino que rebasa los límites meramente analógicos para entrar en la categoría orteguiana de la metáfora científica y, si me apuran, en la del modelo científico. Pero, naturalmente, la unidad y la variedad del español es tan sólo un aspecto de la unidad y variedad de las lenguas. Los mismos criterios que se han aplicado al estudio de estas podrían aplicarse al de aquel. No lo haré yo ni creo que lo vaya a hacer nadie porque en el caso del español ello representaría un esfuerzo redundante e innecesario. Conocemos muy bien los orígenes poblacionales del mundo hispanohablante, tenemos registros históricos en abundancia y el recurso al ADN parece superfluo. Sin embargo, no estará de más considerar las tres razones de evolución genética arriba aludidas y examinarlas desde el punto de vista de la evolución lingüística del español.

Examinemos la migración. Es sabido que la causa primera de evolución diferenciada del español y, por consiguiente, la primera amenaza para su unidad fueron los movimientos migratorios. En la Edad Media, el repentino poblamiento de ciudades meridionales a base de gentes del norte de la Península Ibérica y de otras partes de Europa, atraídas por los fueros reales, suscitó una mezcla de gentes que terminaría cuajando en la primera variedad reseñable del español europeo, la que opone la norma norteña a la meridional. Parecido origen tiene la división dialectal de los territorios americanos. Tanto si se aceptan las tesis indigenistas —es decir, la mezcla de los europeos con diferentes grupos indígenas en los distintos territorios— o las tesis que cifran la divergencia en la procedencia de los conquistadores, lo cierto es que las variedades históricas del español del continente americano también remontan a una migración.2 Los intentos de codificación normativa que comienzan con la creación de la RAE en el siglo xviii reflejan este origen migratorio de forma implícita. Se ha señalado muchas veces que la RAE acoge en su Diccionario de Autoridades la rica variedad dialectal hispánica —sobre todo voces usuales en Andalucía, en Murcia y en Aragón, así como numerosos términos de germanía (véase la p. V del tomo I)—,3 frente al proceder del organismo en el que se inspiró, la Académie Française. No es para menos: es que la variedad del español obedecía en el siglo xviii a causas muy diferentes de la del francés y la unidad a la que se aspiraba debía obrar en consecuencia. La variedad del español tenía su origen en la migración y la unidad debía esforzarse por conciliar y amortiguar los efectos de dicha migración.

Pero esta causa de la variedad, esta acción de los individuos, no se ha mantenido hasta hoy. Lo que los intentos normalizadores del siglo xix y del xx ponen de manifiesto es que las nuevas repúblicas americanas se preocuparon seriamente por fomentar la educación y por ligar la suerte unitaria del idioma a la extensión de la enseñanza de la lengua a todas las capas sociales. Manuel Alvar, el maestro que en este congreso recordamos entristecidos, se ocupó de la cuestión en un artículo memorable. Entresacaré del mismo sólo una cita del Plan de Tegucigalpa del coronel guatemalteco Carlos Castillo Armas de 1953: «No es de menor importancia que la nutrición, el vestuario y la vivienda la alfabetización. Cada analfabeto adulto es una bofetada a la nacionalidad y un índice acusador del propósito malsano o de la injuria punible del Estado y de la sociedad… Por lo tanto, la campaña de alfabetización debe considerarse de urgente necesidad nacional».4 Este ligar la lengua a la educación y su unidad a una extensión del sistema educativo a todas las clases sociales responde ideológicamente a principios racionalistas, los mismos que animaron la Ilustración.

Creo que esta forma de buscar la unidad pretende combatir el segundo efecto de la evolución a que hacía referencia arriba: la selección natural. La selección natural también funciona como una causa de la evolución: no es que triunfen los más fuertes sobre los más débiles —como cierto darwinismo popular suele creer ingenuamente—, es que los mejor preparados a su entorno viven más tiempo, por lo que tienen más descendientes y a la larga hacen predominar sus características genéticas. Pues bien, las lenguas también evolucionan por selección natural: los distintos grupos sociales van introduciendo en la lengua ciertas mutaciones características y, naturalmente, suelen triunfar las de las clases más numerosas, las del pueblo, de forma que, si no media alguna intervención consciente, todas las lenguas caminan hacia el predominio de sus variables sociolingüísticas más vulgares. Pero dicha intervención, como sabemos, sí se produjo. Las medidas correctoras introducidas por la educación pública de los estados hispanoamericanos representan un forzamiento de la unidad y un freno a la variedad evolutiva. Si la fundación de la RAE y su Diccionario de Autoridades vienen a ser la propuesta unitaria del siglo xviii a la fase migratoria del idioma, las medidas de gobierno relativas a la instrucción pública durante los siglos xix y xx significan la propuesta unitaria relativa a la fase mutacional y a la selección natural que la acompaña.

La pregunta que ahora nos formulamos es la de qué ocurrirá en el siglo que acaba de empezar. Si nuestra metáfora biológica tuviese valor operativo pleno, sería de esperar que este siglo, tan distinto de los anteriores, estuviese caracterizado por una evolución idiomática basada en la deriva genética. Pero, ¿qué significado atribuir a este concepto? Pondré un ejemplo biológico. Entre los indios americanos la proporción del grupo sanguíneo 0 es del 98 %, mientras que entre los nativos de Europa es del 65 %, entre los nativos de África es del 69 %, entre los nativos de Asia es del 61 % y entre los nativos de Australia es del 76 %. Esta diferencia tan marcada se atribuye a deriva genética: si los indígenas americanos proceden —lo que parece bastante probable— de una población asiática, pero al principio se trataba de un grupo pequeño en el que casualmente casi todos eran del grupo sanguíneo 0, en ausencia de mutaciones o de posteriores migraciones de individuos de los otros grupos (A, B o AB), este porcentaje se habrá consolidado. El resultado más patente de la deriva genética es por tanto, la homogeneización de la población. Sin embargo, la deriva no prejuzga su resultado: dos grupos con idéntica composición genética que se mantienen mutuamente aislados pueden evolucionar hacia la homogeneidad, pero cada uno con un resultado diferente. Por ejemplo, si otra pequeña muestra de pobladores asiáticos hubiera colonizado la Atlántida en la misma época en la que poblaron aquellos América, podría haber sucedido perfectamente que hoy el 98 % de sus descendientes perteneciera al grupo sanguíneo A.

Trasladando las consideraciones anteriores al ámbito lingüístico diríamos que la evolución del español conforme a los patrones de la deriva genética amenaza con producir homogeneidades sectoriales, mutuamente incompatibles entre unas regiones y otras. Pero, ahora, la causa ya no estriba en nuevas migraciones ni en el triunfo de las variedades sociales numéricamente dominantes. La causa se halla en la fluctuación estadística de las variables, es decir, es meramente arbitraria. ¿Cómo es posible esto? Entiendo que el mundo de la aldea global tiene mucho que ver en ello.

Es verdad que en el ámbito restringido del lenguaje científico se vienen produciendo hace tiempo divergencias entre los distintos países hispánicos y, a menudo, entre escuelas de pensamiento de un mismo país. Estas divergencias, imputables bien a una traducción independiente de originales en otras lenguas bien a un desarrollo autónomo, se han venido solventando tradicionalmente en sucesivos congresos y tratados de unificación terminológica.

Pero lo que ocurre ahora es mucho más serio porque afecta a muchos dominios, además de a la ciencia, y ha terminado por alcanzarnos a todos. Los dialectólogos lo habían detectado con anterioridad cuando notaron que las mismas cosas suelen recibir nombres diferentes en distintos países hispánicos cuando se trata de objetos y conceptos de la vida moderna: me refiero al hecho conocido de que, en el dominio hispánico, unos viajan en autobús, otros, en colectivo, otros, en camión, otros, en guagua, otros, en góndola, otros, en chiva y otros, en micro. Los ejemplos pueden multiplicarse y su registro minucioso constituye la labor habitual de los lexicólogos hispanos.

No obstante, hasta el presente estas diferencias solían respetar los límites geográficos, de manera que cada denominación era propia de un país o grupo de países. Lo de ahora es distinto. La complejidad de la vida moderna y el desarrollo vertiginoso de la tecnología nos han convertido a todos en especialistas desde el punto de vista lingüístico: el técnico de automóviles, el agente de seguros, el empleado de banca, el fresador, el guardia forestal, el anestesista…, junto con el químico, el biólogo o el economista, viven inmersos en un lenguaje que está cambiando continuamente a instancias de la fuente (generalmente anglosajona) en la que se inspiran o de su propio desarrollo. Mas, frente a lo que sucedía en épocas pasadas, estas variantes no suelen ser geográficas: no es que el usuario español de la compañía telefónica tenga un lenguaje y el usuario argentino tenga otro distinto, es que, dentro de una fundamental coincidencia, van apareciendo diferencias cada vez más pronunciadas entre el léxico típico de Telecom, empresa instalada en España y en Argentina, y el léxico propio de Telefónica, empresa igualmente multinacional. En el mundo de la aldea global, el individuo queda aislado progresivamente de los lazos familiares, vecinales y amicales que lo vinculaban a una sociedad y a una lengua. Su vida es su profesión y su mundo, el lingüístico y el que no lo es, termina reduciéndose a los estrechos márgenes de lo laboral.

He aquí una situación que recuerda de cerca a la deriva genética. Aunque los realia son los mismos y no existen razones para que la denominación se decante de un lado o de otro, lo cierto es que en un grupo compacto de usuarios —los de una determinada empresa— las denominaciones adoptan un formato y en un grupo diferente —los usuarios de la empresa de la competencia— adoptan otro. Como una gigantesca tela de araña estas multinacionales extienden sus redes por el mundo hispánico y cada una modela su lenguaje específico en una dirección particular. El problema es que aunque estén interesadas —¿por qué no habrían de estarlo?— en la unidad del idioma, carecen de medios para evitar su diversificación. Los académicos que refrenaron la dispersión de la norma española originada por las migraciones tenían un propósito cultural y lo llevaron a término a base de innumerables reuniones. Los educadores que intentaron que todos los niños dispusieran del mismo instrumento lingüístico cualquiera que fuese su clase social lograron su propósito con mayor o menor éxito, pues sus decisiones se plasmaban en leyes y en normas de obligado cumplimiento. Pero las multinacionales no celebrarán congresos de unificación terminológica ni tomarán decisiones lingüísticas refrendadas por el Parlamento.

¿No me creen? Como muestra bastan algunos botones. Les sugiero que cotejen el manual de instrucciones de dos automóviles de parecida cilindrada, pero de marcas diferentes, y verán cómo a las mismas cosas se las llama de distinta manera. O comparen los consejos bursátiles que ofrecen a sus clientes escogidos dos instituciones bancarias que compiten. O enciendan simplemente la pantalla de un ordenador PC y comparen los nombres del menú de las diferentes ventanas con los de la pantalla de un MacIntosh. Se me podría decir que se trata de meras diferencias estilísticas. Sin embargo, no es así. La prueba la tienen en que, cuando existe una norma preestablecida, un sedimento de instituciones y personas que se han ocupado del asunto, estas divergencias tan marcadas no se producen. Si por contraste comparasen ahora los prospectos farmacéuticos de dos productos terapéuticamente similares fabricados por laboratorios distintos, comprobarían que las divergencias son muy escasas. No es de extrañar: mucho antes de que se fundasen las academias de Ciencias Médicas, la farmacopea en lengua española ya tenía una larga tradición.

Desde luego, el efecto de la deriva genética, esta proliferación aleatoria de lenguajes especiales no ajustada a criterios diatópicos ni diastráticos, no es privativa del español. Todas las lenguas que sostienen una cultura moderna están empezando a sufrir el fenómeno y aún lo padecerán mucho más en el futuro, el danés como el italiano, el húngaro como el polaco. Sin embargo, no hay que ser alarmista. En poco tiempo —pensarán Vds. con razón— los hablantes, al intercambiar estos rótulos divergentes, terminarán por hacer triunfar unas denominaciones sobre otras. Así ha sucedido siempre que en la historia del idioma compitieron dos o más denominaciones de distinta procedencia —un latinismo y un arabismo, por ejemplo— y así volverá a suceder ahora.

El problema es que nosotros no somos una comunidad pequeña, que el español es la lengua de una veintena larga de naciones y que los efectos de la parcelación se van a multiplicar geométricamente. Resulta que cada empresa —es decir, cada lenguaje especial— se reparte de una manera arbitraria entre los países hispánicos. Hay empresas que sólo trabajan en Europa y empresas que sólo trabajan en América o empresas de Centroamérica frente a empresas del Cono Sur, con lo que más o menos se respeta la partición dialectal migratoria. También hay empresas que comercializan productos de lujo que sólo están al alcance de las clases pudientes y empresas que trabajan con géneros de escaso valor y que están orientadas al mercado popular, esto es, entidades que propenden a consolidar lingüísticamente los resultados de la selección natural. No obstante, estas compartimentaciones sólo representan una parte pequeña del total. Lo normal es que cierta empresa esté instalada en Bolivia, España, Perú y México, por ejemplo, y que su competidora principal haya optado por el mercado argentino, chileno, colombiano y estadounidense. Pero esto, que ya conduce a una microdivisión dialectal se refiere a un reducido grupo de términos. Otro grupo, tal vez de un dominio semántico muy próximo, opone las denominaciones de Argentina, España, Chile y el Caribe a las de México, Uruguay y toda la zona andina. Y así hasta el infinito.

Pero hay algo peor todavía. Cuando me he referido a otras lenguas no he mencionado el caso del inglés. Y es que, en efecto, el inglés constituye un caso especial. Aunque todas las empresas comercializan primero sus productos en inglés y redactan sus prospectos técnicos en esta lengua, existe un consenso sorprendente sobre cómo denominar los nuevos conceptos que van surgiendo. La razón es bien simple: el inglés es una lengua vehicular, mejor dicho, es la lengua vehicular del momento presente. Las empresas no pueden permitirse el lujo de que el ingeniero que contratan y que en su curriculum demuestra haber trabajado para varias empresas de la competencia tenga que hacer el esfuerzo suplementario de aprender de nuevo los nombres de las cosas. Ni el ingeniero ni el director de comercial ni el técnico ni nadie. Tampoco las universidades y escuelas que han formado a estas personas mantienen divergencias serias de vocabulario. Pero en el mundo hispánico esto no es así porque la variedad surge casi siempre de traducciones divergentes, tanto de textos universitarios como de prospectos, manuales de instrucciones y libros técnicos.

Llegamos así a una cuestión que se roza muchas veces en este tipo de congresos, pero que, a mi modo de ver, se termina por eludir medrosamente. Es la siguiente: ¿acaso el optimismo que resulta de la esplendorosa salud del español no debería atemperarse por el hecho de que nuestra lengua crece hacia dentro, pero tan apenas hacia fuera? Los hispanohablantes se reproducen velozmente y el español va siendo adoptado de manera progresiva por las comunidades de lengua materna diferente en los propios países hispánicos. De acuerdo. Pero, ¿cuántos alemanes, turcos, indonesios, japoneses o rusos aprenden español? Sólo los que necesitan hacer negocios en los países hispánicos. Lo malo es que estos negocios, por lo general, les obligan a aprender precisamente las parcelas léxicas de la lengua que se hallan diversificadas y que el tamiz de los hablantes sólo reducirá a la unidad dentro de unos años. Para entonces se hallarán metidos en otros negocios y la conciencia de que el español es una lengua con excesiva diversificación léxica ya estará consolidada en sus conciencias.

Ahí nos duele. El español no es una lengua puente, una lengua vehicular, sólo llega a ser una lengua internacional. Lo cual, por cierto, ya lo venía siendo desde la Edad Media, cuando la usaban pueblos de origen nacional diferente, y con más razón desde el descubrimiento de América. El idioma de veintitantas naciones y de cuatrocientos millones de personas, además de servir de medio de expresión a una gran cultura, es una de las fuerzas comunicativas más importantes de la Humanidad, la segunda del mundo occidental. Pero el que no llegue a ser un instrumento de comunicación entre personas que no lo tienen como lengua materna le priva de posibilidades expansivas y, lo que es peor, encierra el germen de una deriva genética que podría llegar a producir serios quebrantos comunicativos entre los propios hispanohablantes.

Pienso que los lingüistas deberíamos hacer un pequeño examen de conciencia cuando planteamos la cuestión de la unidad y de la variedad del español. Recientes estudios de disponibilidad léxica han mostrado —a mi modo de ver de manera concluyente— que el español es una lengua fundamentalmente unitaria. Mas cuando decimos esto, estamos pensando en nosotros mismos, en los hispanohablantes, y no en los otros. Si el español quiere ser una lengua vehicular y no sólo internacional, habrá que preocuparse de cuál es el panorama léxico que enfrenta el extranjero que se dispone a aprenderlo como L2. Este aprendiz no está interesado en todo el dominio léxico y tan apenas va a esforzarse por conocer los términos de la vida ordinaria, los conceptos culturales o las sutilezas literarias. Lo que desea aprender —y a menudo lo único que aprenderá— son estas denominaciones técnicas de realia que van surgiendo velozmente ante nosotros y que en español —entre otras muchas lenguas menores— se presentan con dos o más envolturas léxicas al mismo tiempo.

Siempre es más fácil destacar los síntomas de la enfermedad que encontrar los remedios. Pienso, no obstante, que, puesto que la variación ocasionada por la deriva genética es una consecuencia de la aldea global, justo será que la triaca la proporcione esta misma aldea global. Aquí entra en escena el mundo de la Red Bien están el CREA y la Biblioteca Virtual Cervantes. Bien están los programas de traducción y los lexicones digitales que empiezan a proliferar en Internet. Pero las parcelas lingüísticas a las que me he referido son huidizas y volátiles, aparte de que quedan fuera del alcance de los esfuerzos de los filólogos. Mientras no se arbitre un procedimiento para que estas nuevas palabras y construcciones se incorporen a un archivo digital cuando se emplean por primera vez, de forma que los que necesiten usarlas las veces sucesivas puedan acceder a ellas con facilidad y no tengan que reinventarlas, la deriva genética de los lenguajes especializados del español no hará sino empeorar.

He aquí un reto y una apuesta en la que deberíamos involucrar, de un lado, a las empresas y, de otro, a las instituciones que velan por el español. A aquellas la lengua española no les preocupa, pero la posibilidad de disminuir considerablemente los gastos de promoción de sus productos en el mercado hispanohablante sí. A estas, a las instituciones —y pienso en las Academias de la Lengua, en el Instituto Cervantes y en las universidades—, les debe mover la esperanza de convertir nuestro idioma en lengua vehicular. Si cada novedad técnica, si cada nuevo concepto de la vida moderna, dispusiese, al poco tiempo de ser creado, de un equivalente accesible en español, la estimación internacional de nuestro idioma ganaría muchos enteros.

Naturalmente, esto no puede hacerse sin el concurso de quienes son los responsables directos de la introducción de neologismos. Siempre he pensado que la lengua es cosa de todos, pero la pasión lingüística sólo parece atribuirse a unos pocos. Desde los cantares del Libro de Buen Amor y los refranes de Sancho sabemos de la adoración del pueblo hispano por su lengua. También se ha contado siempre con los escritores para salvaguardar la unidad y la pureza del idioma. Sin embargo, en el mundo que vivimos y en el que viviremos, el léxico evoluciona vertiginosamente en el mundo de la empresa y de manera mucho más sosegada en aquellas parcelas tradicionales. Mientras no logremos transmitir a sus profesionales la preocupación por este bien común esencial la cosa no tendrá arreglo. Hasta el momento sólo las empresas de comunicación, las más ligadas al mundo de la palabra, han tomado cartas en el asunto y así lo ponen de manifiesto los numerosos manuales de estilo de las empresas mediáticas. Pero el problema es de todas. Por eso, el sesgo iniciado por este II Congreso Internacional de la Lengua Española, en el que la RAE y el Instituto Cervantes comparten carteles y presidencia con las empresas patrocinadoras del evento y en el que se anuncia la creación de una «Oficina del Neologismo», me parece que señala el camino correcto y constituye una esperanza para el futuro.

Notas

  • 1. Luigi L. Cavalli-Sforza, Genes, pueblos y lenguas, Barcelona, Ediciones BB, 2000, 155. Volver
  • 2. Para un estado de la cuestión actualizado véase el libro de F. Moreno Fernández, La división dialectal del español de América, Universidad de Alcalá de Henares, 1993. Volver
  • 3. Véase J. L. Aliaga, El léxico aragonés en el Diccionario de Autoridades, IFC, 1994, 71-141. Volver
  • 4. M. Alvar, «Lengua nacional y sociolingüística: las Constituciones de América», en Hombre, etnia, estado, Madrid, Gredos, 1986, 262-341. Volver