Cervantes, primer referente en la narrativa contemporáneaÉlmer Mendoza
Escritor

Es probable que la mayoría de los jóvenes narradores no hayan leído aún Don Quijote. También cabe la posibilidad de que los viejos narradores lo hayan leído sólo una vez y muchos quizá no lograron terminarlo. Estoy especulando. Claro, ¿acaso no fue eso lo que nos enseñó don Miguel, que en Don Quijote rápidamente cede la voz a Cide Hamete Benengeli? Desde luego, el recurso de la especulación es importante en cualquier novelística y en la novela negra es fundamental. Los escritores de novelas policiacas debemos parte de nuestra aceptación a la capacidad de recrear falsas pistas que entretienen a los lectores mientras les doramos la píldora. Sí, es probable que no lo hayan hojeado. Sin embargo, todos han escuchado y tal vez aprendido por ahí el enfático y seductor principio de la historia de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha que de vez en cuando comía huevos a la mexicana: «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme».

Narrar, representar, imaginar, inquietar, señalar, divertir son algunos de los ejes de la narrativa contemporánea. Todos surgidos de la matriz inaugural inventada por Cervantes, a quien, al menos en mis cursos de formación de novelistas, señalamos como el gran jefe, el escritor que no tuvo miedo a imaginar, que eludió lo mejor que pudo sus miserias para establecer algunos puntos que los narradores no debemos desdeñar. Dicen que al final de su vida William Faulkner, de poderosa influencia en los maestros del «boom» latinoamericano, solo leía la Biblia y Don Quijote. Está claro que Cervantes era un escritor que leía mucho; para su época su formación debió ser sólida. La biblioteca de don Quijote es nutrida y especializada, seguramente muy parecida a la de su creador. Lo señalo porque para aprender a narrar las fuentes más seguras son otras narrativas, y así como Cervantes tuvo sus referentes en sus antepasados, ahora él es uno de los nuestros. Esas primeras palabras que acabo de señalar son una lección vigente en los actuales sistemas de enseñanza de los procesos narrativos.

Hubo años en que leía mucho a Cortázar. Así me enteré de que algo que lo impactaba de Don Quijote era el ritmo. ¿El ritmo? Música, maestro Hernández. Lo entendí veinte años después, cuando pude escuchar el ritmo de mi propio discurso literario y las sutilezas que pude practicar con cierta impunidad. El ritmo es el que deja sentir el verdadero poder de las palabras. El que viste las historias y el que consigue que deambulemos por las páginas como Juan por su casa. Desde luego, una casa diseñada por Escher y amueblada por Luis Rafael Sánchez, un potorro guarachero que nos puso enfrente un país lleno de gracia.

Hace poco, Rubem Fonseca me hizo saber que Ítalo Calvino decía que lo que comanda la narrativa no es la voz sino el oído. Órale. Y otra vez volví a Don Quijote, a escuchar ese principio canónico, que posee una fuerza tonal con profundas raíces en la oralidad, un recurso poderoso en la narrativa contemporánea que Saramago practicó y que nosotros incorporamos a la narrativa de acción para hacerla más entrañable y desconcertante. Muchas veces, leo a Cervantes para oírlo, incluso estoy a punto de hacerle preguntas. No lo hago para no parecerme demasiado a Alonso Quijano. La vida está llena de revelaciones, no digan que no.

Balas de plata, mi novela con la que inicié la saga del detective Edgar el Zurdo Mendieta, empieza: «Sala de espera. La modernidad de una ciudad se mide por las armas que truenan en sus calles». La frase llamó la atención e intenté justificarla por su carácter representativo de la presencia de armas de última generación en infinidad de ciudades del mundo; ciudades hermosas pero violentas; en México tenemos algunas. Sin embargo, no había escrito ese principio por eso. Lo hice porque es un recurso literario insoslayable y porque la modernidad que Cervantes descubrió y nos dejó en herencia incluye una apertura con estas características. Además, reconozco que es menos misterioso que el suyo; ¿por qué no quiere acordarse el maestro?, ¿cuáles fueron sus sufrimientos en el campo de Montiel? Un amigo que escribe una novela sobre don Miguel prometió que me lo explicaría.

La imaginación, que es la loca de la casa, es el principal don del novelista, e imagino a Cervantes escribiendo desaforadamente, sintiéndose en el centro de la pelea con el vizcaíno o en el desastre de los molinos de viento; asistiendo a la velación de las armas y observando dos jinetes tragados por la lejanía. La imaginación es el vínculo seguro con que un autor convive con sus personajes en cada una de sus aventuras, sobre todo cuando la emotividad alcanza niveles de clímax en cada capítulo. La imaginación deslumbrante del maestro es también un referente en la formación de narradores. En la novela policiaca son fundamentales las perturbaciones, esos puntos negros que el lector sigue sin estar muy seguro de cómo se ha comprometido en una lectura sin sosiego.

Las novelas negras son inquietantes. Don Quijote también. Mi primer acercamiento a este libro fue cuando cursaba quinto año de primaria. Leí catorce capítulos y todavía me pregunto por qué, ¿qué me atrapó de una historia donde el héroe siempre perdía, que no me ofrecía la prestancia y la capacidad de vencer del capitán Nemo o la astucia de los personajes de las novelas de vaqueros que tanto me gustaban? Lo único que me respondo es que me despertó nuevas inquietudes, y desde luego, la certeza de que no comprendía la suerte de ese improvisado y enclenque caballero. Quizá por eso, al concebir al Zurdo Mendieta pensé que debía tener una dosis de perdedor, sobre todo cuando le toca batallar con sus propios molinos de viento y es incapaz de identificar a su Dulcinea.

Cervantes concibe su libro como un divertimento. Quiere que sus lectores disfruten con un personaje que ha perdido el juicio pero que conserva un grado de sensatez. Es un libro conversado. Un cuento para oír, escrito por un hombre que tenía una historia que contar y un sueño. Un escritor que no desdeñó el habla popular en una época en que la lengua literaria era un imperio y que corrió el riesgo de crear un personaje a contravía de los existentes, incluyendo a los caballeros que fueron a la hoguera en su patio y a Gargantúa y Pantagruel, medio siglo más viejos que el hombre de la Mancha.

La literatura policiaca contemporánea es un género que entretiene. Aspiramos a que nuestros lectores pasen momentos diferentes. Nos gustan los capítulos cortos planteados por Cervantes con finales como el de la lucha entre don Quijote y el vizcaíno, que hay que ir al siguiente para saber en qué termina la bronca. También, los escritores geniales nos dan seguridad, y nosotros tenemos en Cervantes un referente y, desde luego, la tentación más significativa para escribir con una visión inaugural y crear personajes entrañables para que intervengan en todas las historias del mundo.