Mestizaje, ciencia, tecnología y lenguaJosé Manuel Sánchez Ron
Real Academia Española (España)

Imprimir

En esta sesión en la que toman protagonismo la ciencia y la tecnología, con mayor frecuencia de la deseada de lo que conviene a cualquier sociedad, apartadas de lo que muchos consideran, torpemente, «cultura», quiero compartir con todos ustedes algunas ideas sobre qué tiene que ver con ambas el mestizaje al que está dedicado el congreso que nos reúne. Entiendo aquí por «mestizaje», permítanme que comience por este punto, la tercera acepción que recoge nuestro Diccionario de la Lengua Española (DLE): «mezcla de culturas distintas, que da origen a una nueva». No, desde luego, la primera: «cruce de razas diferentes», pues como bien explicará más tarde José María Bermúdez de Castro, el concepto de «raza» no tiene razón de ser científica para los humanos. Y hace bien poco, la Comisión de Vocabulario Científico y Tecnológico de la Real Academia Española la ha revisado, esperando naturalmente el juicio de las restantes academias de ASALE, proponiendo en su lugar: «conjunto de poblaciones humanas que, según clasificaciones tradicionales y sin fundamento científico, comparten rasgos físicos o fisiológicos».

Una de las más nobles funciones de un diccionario es contribuir a desechar ideas que, carentes de una base científica, se pueden utilizar para marginar o perseguir. Que «se pueden utilizar» y que, de hecho, se han utilizado a lo largo de la historia. No tengo que recordarles a ustedes lo que ha sido el racismo, que desafortunadamente aún no ha desaparecido. No ha existido nunca mayor mestizaje, combinación más extensa, frecuente y variada de genes que el que ha practicado Homo sapiens a lo largo de su historia. Cuando se estudia en humanos cualquier sistema genético, siempre se encuentra un alto grado de polimorfismo, esto es, de variedad genética. De hecho, las diferencias entre individuos son más importantes que las que se aprecian entre los supuestos grupos «raciales».

Yo mismo soy —y todos lo somos en una medida u otra— fruto de muy diversos mestizajes. Una de mis patrias es el país del Toledo de las tres culturas (la musulmana, la judía y la cristiana); el Toledo de las tres lenguas (árabe, hebreo y latín); la ciudad que más hizo por llevar a Europa los contenidos de la vieja, mítica, biblioteca de Alejandría, el mejor ejemplo temprano de mestizaje: ¿no había sido construida precisamente para llevar a Alejandría los libros de todos los pueblos del mundo? El Toledo al que llegaban eruditos de todas partes de Europa para acometer la hermosa y gigantesca tarea de verter la ciencia, técnica y filosofía del idioma árabe a una lengua, la latina, que había estado durante siglos al margen de esos temas. Gentes cuyos nombres revelan el carácter internacional y multicultural de aquella empresa: Platón de Tivoli, Gerald de Cremona, Adelardo de Bath, Robert de Chester, Hermann el Dálmata, el judío converso hispano Mosé Sefardí de Huesca, Rodolfo de Brujas o Juan de Sevilla.

Y del latín a las lenguas romances, como nuestra lengua castellana o español. Un idioma este que contiene todo tipo de ejemplos de mestizajes, voces que denotan su origen griego, latino, árabe, francés o inglés. El término «álcali», por ejemplo, da fe del papel que desempeñó el mundo árabe en el desarrollo y transmisión del conocimiento científico y médico durante siglos. Procede, en efecto, de la palabra árabe al-quali (ceniza de plantas alcalinas); y sin el artículo, quali condujo al símbolo químico del potasio K (de «kalium»). De forma parecida, «alcohol» procede de alkuh'i (sutil), «azúcar» de assukkar y «jarabe» de sarab (bebida).

En una reunión como la presente, no está de más recordar que una de las consecuencias más importantes, para España y Europa, del descubrimiento de América fue el hallazgo en tierras americanas de productos naturales como la patata, el tomate, el maíz, la coca, el aguacate, el cacahuete, el cacao, la guayaba, el tabaco o la yuca, que terminaron llegaron a España y de ahí pasaron al resto de Europa. Estos alimentos se instalaron en nuestras huertas y cocinas —y subsidiariamente en nuestros estómagos—, en los catálogos botánicos y también en el idioma castellano. Bastan unos cuantos ejemplos para mostrar el origen americano de términos tan familiares para los hispanohablantes como «cacahuete», que procede del náhuatl cacáhuatl; «maíz», del taíno mahís; o tomate, del náhuatl, tomatl. Evidentemente, no solo fueron plantas (o árboles, como el de caucho o el de la quina) las únicas entidades vivas descubiertas en América, también lo fueron animales: caimanes, cóndores, guacamayos, llamas, iguanas, pumas, tucanes o vicuñas, cuyos nombres castellanos delatan sus orígenes: «tucán», del tupí-guaraní tuká, tukana; vicuña, del quechua vicunna... Tenía razón el maestro Miguel León-Portilla cuando en su discurso de ingreso en la Academia Mexicana de la Lengua «Los maestros prehispánicos de la palabra» señalaba:

Nuestra habla castellana, que ya en la misma península había enriquecido su herencia latina con incontables elementos de origen hebraico, germánico y arábigo, para solo mencionar los principales, al difundirse por el Nuevo Mundo se mestizó una vez más. Hizo aquí suyas centenares de voces indígenas, para expresar con matices propios el pensamiento y las vivencias de la gente de estas tierras.

Ahora bien, si hablamos de la ciencia y el lenguaje, tenemos que recordar que la ciencia es conocimiento establecido, pero es también búsqueda de conocimiento nuevo. Sin esa búsqueda, y sin que ella produzca resultados, difícilmente existiría la ciencia tal y como la entendemos en la actualidad. Y cuando se produce nuevo conocimiento, hay que nombrarlo; hay, en definitiva, que introducir «neologismos».

Hasta las primeras décadas del siglo XX persistió con fuerza en la ciencia la tradición de construir neologismos sobre raíces griegas, raíces que entre otros atractivos incluían cierta facilidad para recoger esos neologismos en las lenguas occidentales, así como la neutralidad que transmitían con respecto al significado de los fenómenos expresados en tales términos. Al igual que en el tercer tomo de sus Principles of Geology, publicado en 1833, Charles Lyell propuso dividir el Terciario en tres series: el Eoceno (del griego eos, aurora, comienzo; y kainós, reciente), Mioceno (de meios, menos, reciente) y Plioceno (de pleios, más, reciente), nomenclaturas que aún persisten, los nombres que se asignaron a las primeras partículas elementales descubiertas fueron: «electrón», significando unidad de electricidad; «protón», de la raíz griega que significa ‘primero’ (el hidrógeno, el primero —esto es, el más ligero— de los elementos, está formado por un protón en su núcleo); «neutrón», partícula neutra; y «neutrino», pequeño neutrón (como éste no lleva carga).

Desgraciadamente, semejante tradición se ha debilitado tanto que casi se puede decir que ha desaparecido bajo el espíritu postmodernista que anima a dejar la huella personal en las actividades y actuaciones humanas. Otra de las características de la terminología científica de las últimas décadas es la abundancia de acrónimos, como, en la física, máser (de microwave amplification by stimulated emisión of radiation), láser (de light amplification by stimulated emisión of radiation), bit (de binary digit) o pcr (de polymerase chain reaction, esto es, reacción en cadena de la polimerasa).

Se aprecia inmediatamente algunos de los problemas que surgen de la existencia y abundancia de estos acrónimos, el principal el que sus versiones al español no pueden ajustarse, en la mayoría de los casos, al orden de las siglas, ni siquiera para la correspondiente letra inicial. Ante el caos que resultaría de la inversión y del cambio de las siglas, no hay otro remedio que aceptar y adoptar la terminología que siglas y acrónimos suponen en la versión original, por otro lado, internacionalmente admitida. Sólo en algunos casos se impone la adecuación de las siglas al español; los ejemplos más notables son los de ADN y ARN, que se usan extensivamente en lugar de DNA (DeoxyriboNucleic Acid; ácido desoxirribonucleico), o RNA (RiboNucleic Acid; ácido ribonucleico). Un caso especial es el del HIV (Human Immunodeficiency Virus) o AIDS (Acquired ImmunoDeficiency Sindrome), que quizá por su dificultad de pronunciación se popularizó con su adaptación castellana SIDA (Síndrome de InmunoDeficiencia Adquirida), que con el tiempo se ha lexicalizado, entrando con la forma «sida» en el DLE de 1992.

Podría referirme también a la actual invasión de anglicismos, en la que ciencia, la medicina y la tecnología —y a la cabeza de esta ahora la informática— desempeñan un papel importante (cuásar, estrés, bypass, que remite a baipás, software, hardware, espín, Big Bang...), pero prefiero mencionar brevemente otro tipo de mestizaje, uno que evidencia trasmisiones culturales. Ejemplos en este sentido son voces como «galvanizar», heredera de «galvanismo» —por el fisiólogo italiano del siglo XVIII, Galvani—, que significa «electricidad producida por una reacción química», y uno de cuyos significados es «reactivar súbitamente cualquier actividad o sentimiento humanos»; «giro copernicano», «agujero negro» o «adn» son otras de esas voces que han recorrido el trashumante camino de la ciencia a disciplinas como la política, la economía o los ámbitos sociales más diversos.

Y ahora, en esta mañana gaditana quiero hablarles de lo mucho que la ciencia ha recibido y puede recibir del mestizaje, de la mezcla de culturas, de los cruces de caminos. No ignoro, por supuesto, que la ciencia es un hogar con muchos escondrijos, que dentro de eso que llamamos ciencia se encuentran múltiples tradiciones, orientaciones, estilos, métodos, personalidades, pretensiones o problemáticas. Charles Darwin proporciona un magnífico ejemplo de lo que este mestizaje.

Como es bien sabido, el nombre de Darwin está y estará siempre asociado a un libro inmortal On the Origin of Species (1859). La cuestión que quiero señalar hoy es que, para llegar a escribir ese libro ejemplar, Darwin tuvo que hacerse ciudadano de muchas patrias científicas y culturales. Para la formación de su teoría evolutiva de las especies, necesitaba de más elementos, de piezas tomadas de otras «culturas». Uno de esos elementos lo encontró en las ideas del economista Thomas Robert Malthus.

En octubre de 1838 —escribió en las notas autobiográficas que preparó para sus hijos sin intención de que se publicasen jamás y que sin embargo se editarían, censuradas por su familia, a su muerte— se me ocurrió leer por entretenimiento el ensayo de Malthus sobre la población y, como estaba bien preparado para apreciar la lucha por la existencia que por doquier se deduce de una observación larga y constante de los hábitos de animales y plantas, descubrí enseguida que bajo estas condiciones las variaciones favorables tenderían a preservarse, y las desfavorables a ser destruidas. El resultado sería la formación de especies nuevas.

La naturaleza es una y única. No establece fronteras o etiquetas llamadas física, química, geología, biología, matemática, etc., disciplinas que, a su vez, incluyen un amplísimo conjunto de subdivisiones, de especialidades del tipo del cálculo diferencial e integral, geometría, física cuántica, relatividad, astrofísica, química inorgánica y orgánica, bioquímica, biología molecular, genética, geofísica o tectónica de placas, por poner algunos ejemplos. Y nos fue muy bien adoptando semejante táctica, pero aunque aún quedan sin resolver numerosos e importantes problemas puramente disciplinares, esto es, para los que no hace falta abandonar los límites de una especialidad, hace tiempo ya que las tornas han ido cambiando y para avanzar en el conocimiento de la naturaleza cada vez es más necesario ampliar la perspectiva o, expresado de otra forma, practicar la interdisciplinariedad, el mestizaje, la cooperación entre disciplinas diversas, la reunión de grupos de especialistas en disciplinas científicas (y tecnológicas) diferentes, que, provistos de los suficientes conocimientos como para poder entenderse entre sí, colaboren en la resolución de nuevos problemas, problemas que, por su propia naturaleza, necesitan de esa asociación.

Un ejemplo particularmente significativo es el denominado Proyecto de Mapa de la Actividad Cerebral, que el entonces presidente de Estados Unidos, Barak Obama, presentó públicamente el 2 de abril de 2013. Se trata de un proyecto de investigación destinado a estudiar las señales enviadas por las neuronas y determinar cómo los flujos producidos por esas señales a través de las redes neuronales se convierten en pensamientos, sentimientos y acciones. Basta con echar un vistazo al artículo en el que un grupo de científicos presentaron y defendieron este proyecto para darse cuenta de la naturaleza interdisciplinar del mismo. Publicado en 2012 en la revista Neuron, el artículo se titula «Proyecto de mapa de actividad cerebral y el reto de la conectómica funcional» y está firmado por seis científicos. Los propios lugares de trabajo de estos autores revelan la naturaleza plural del proyecto: la División de Ciencia de Materiales y Departamento de Química de Berkeley, el Departamento de Genética de Harvard, el Instituto Kavli del Cerebro y de la Mente, el Instituto Kevin de Nanocienci, el Departamento de Física del California Institute of Technology y el Departamento de Ciencias Biológicas de Columbia, donde trabaja Rafael Yuste, un español ya nacionalizado estadunidense.

Estas tendencias de reunificación, hibridación, interdisciplinaridad o, como yo lo estoy denominando aquí, mestizaje se intensificarán a lo largo del presente siglo. La ciencia de este siglo XXI, y más aún la de los que le sigan, será ciencia interdisciplinar, mestiza.

Ciencia y tecnología

Y ahora el mestizaje entre ciencia y tecnología. Vivimos en un mundo en el que ciencia y tecnología se encuentran estrechamente relacionadas. Es cierto que podemos hablar de ámbitos científicos en desarrollo, o muy recientes, en los que dominan los universos conceptuales más abstractos; formulaciones como el modelo estándar en la física de altas energías o la controvertida (sobre todo por lo lejos que está todavía de poder ser sometida a comprobaciones experimentales) teoría de las supercuerdas. Todo esto, la vigencia y vigor de la ciencia que muchos llaman «pura», es indudable, pero no lo es menos que las fronteras entre ciencia y tecnología son hoy cada vez más, y en más lugares, difusas. Pensemos, por ejemplo, en ese dominio científico que nos trae, prácticamente cada día, novedades antes insospechadas, el de la biología molecular: ¿es posible distinguir siempre entre avances llevados a cabo en ingeniería genética, biotecnología o biología molecular? Distinguir, en el sentido de poder manifestar: «este hallazgo vale sólo para ingeniería genética, pero no nos dice nada realmente fundamental para la biología». La respuesta es que no, que no es factible establecer semejantes distinciones.

Y no olvidemos el papel de la tecnología en el avance de la ciencia. Si como muestra sirve un botón, aquí va uno: ¿qué fue antes la máquina de vapor, el motor de la Revolución Industrial, o la termodinámica, la rama de la física que estudia los intercambios de energía? La respuesta no ofrece dudas: la máquina de vapor. Sólo tratando de mejorar la eficiencia de esas máquinas, surgió la termodinámica.

¿Dos culturas?: ciencia y humanidades

Podría continuar intentando desvelar más escenarios mestizos, refiriéndome al papel de la ciencia en el derecho, en la economía, en la filosofía, en la historia o en la lingüística, pero prefiero comentar una cuestión que considero particularmente importante: que se entienda que la ciencia forma parte de la cultura. Es necesario que la ciencia se integre en la cultura general, la cultura de la gente de la calle, de la gente común. De no ser así, la ciencia continuará siendo una cultura extraña para la mayor parte de la sociedad.

No son muchos, es cierto, los científicos que han sido capaces de educar y conmover al mismo tiempo. Hay que penetrar en los ricos y alambicados dominios en los que se funden el ensayo, la divulgación y la literatura. Pero hoy quiero recordar, como ejemplos a imitar, a tres grandes maestros en ese difícil y humanitario arte: el astrofísico Carl Sagan, el paleontólogo y biólogo evolutivo Stephen Jay Gould y el neurocientífico Oliver Sacks.

Los tres fueron, sin duda, magníficos científicos, pero no del calibre de aquellos cuyos nombres recordarán generaciones y generaciones futuras. Sin embargo, alcanzaron la fama y recibieron nuestra admiración porque supieron utilizar sus conocimientos profesionales para escribir libros maravillosos que no solo nos educaron en la ciencia, sino que también conmovieron nuestras almas. En sus libros supieron engranar de mil maneras la ciencia con todo aquello más primitivo y sinceramente humano, con eso que hace que a veces hablemos de «la condición humana». Fueron maestros en el arte de tratarnos en sus escritos como iguales, sin establecer fronteras entre el científico y el lego. Ofreceré un único ejemplo, unas frases memorables que Carl Sagan escribió en uno de sus libros, Un punto azul pálido (1994). Ese «punto» era nuestro planeta, la Tierra, cuando se observa desde las profundidades del espacio:

Echemos otro vistazo a ese puntito. Ahí está. Es nuestro hogar. Somos nosotros. Sobre él ha transcurrido y transcurre la vida de todas las personas a las que queremos, la gente que conocemos o de la que hemos oído hablar y, en definitiva, de todo aquel que ha existido. En ella conviven nuestra alegría y nuestro sufrimiento, miles de religiones, ideologías y doctrinas económicas, cazadores y forrajeadores, héroes y cobardes, creadores y destructores de civilización, reyes y campesinos, jóvenes parejas de enamorados, madres y padres esperanzadores infantes, inventores y exploradores, profesores de ética, políticos corruptos, santos y pecadores de toda la historia de nuestra especie han vivido ahí... sobre una mota de polvo suspendida en un haz de luz solar.

¿Cómo no querer saber algo más de ciencia al leer estas emocionantes palabras, que animan también a querer conservar mejor este punto azul pálido nuestro?

Necesitamos más científicos-escritores como estos. Y los necesitamos muy especialmente en los países que forman la comunidad de la ASALE. Además de la historia y el idioma, a los países que hablan la lengua de Cervantes nos une una contribución a la ciencia que no se corresponde con una comunidad formada por algo más de 500 millones de personas con una larga historia a sus espaldas. Y la ciencia es importante, muy importante. Lo es ahora, en este mundo globalizado y tecnificado, pero lo era también en el pasado. Como manifestó en octubre de 1954 uno de los grandes científicos hispanoamericanos, el médico y fisiólogo argentino Bernardo Houssay, premio nobel de Medicina en 1947:

El desarrollo científico es condición de libertad, sin él se cae en el colonialismo político, económico y cultural; además se vive en la pobreza, ignorancia, enfermedad y atraso. Estamos en una era científica y la ciencia es cada vez más importante en la sociedad y rinde más y mejores frutos. Es indispensable su cultivo para que un país tenga bienestar, riqueza, poder y aun independencia.

Un repaso a la lista de los Premios Nobel de ciencias (Física, Química, Medicina o Fisiología) muestra que los nobeles que tuvieron como lengua materna el español son: nuestro Santiago Ramón y Cajal (Medicina, español; 1906), el citado Bernardo Houssay (Medicina, argentino, 1947); Severo Ochoa (Medicina, español, 1957); Luis Federico Leloir (Química, argentino, 1970); Baruj Benecerraf (Medicina, venezolano, 1980); César Milstein (Medicina, argentino, 1984) y Mario Molina (Química, mexicano,1995). Siete en total; no muchos, pero en realidad la cifra es engañosa y exagerada: Ochoa, Leloir, Benecerraf y Molina obtuvieron el galardón por trabajos realizados en Estados Unidos, país cuya nacionalidad salvo Leloir, adoptaron; y las investigaciones de Milstein se llevaron a cabo en Inglaterra, nación de la que terminó siendo súbdito. Dos son las conclusiones posibles: los hispanohablantes son capaces de logros originales y notables en ciencia, pero suelen conseguirlos como exiliados científicos de sus patrias de origen, razón ésta que acaso explique el por qué no han sido, en cualquier caso, muy numerosos esos grandes científicos. Frente a esos siete nobeles de Ciencias, once obtuvieron el Premio Nobel de Literatura escribiendo en nuestra lengua, y cinco el de la Paz. De la Paz, para ciudadanos de naciones que tantas asonadas y regímenes dictatoriales padecieron (acaso por eso mismo valoremos —algunos al menos— tanto la paz).

Refiriéndose a los pueblos de Iberoamérica, en el discurso que pronunció el 29 de noviembre de 1985 durante la inauguración del II Encuentro de Intelectuales por la Soberanía de los Pueblos de Nuestra América, celebrado en La Habana, Gabriel García Márquez clamó contra la falta de una educación en la ciencia que lastraba el futuro de Iberoamérica. Y lo hizo en el espíritu que estoy reclamando ahora, en su caso el de un excelso escritor que entendía bien la necesidad de que los sentimientos, nuestras inteligencias «sintientes», no estuviesen al margen de la ciencia:

En algún momento del próximo milenio la genética vislumbrará la eternidad de la vida humana como una realidad posible, la inteligencia electrónica soñará con la aventura quimérica de escribir una nueva Iliada, y en su casa de la Luna habrá una pareja de enamorados de Ohio o de Ucrania, abrumados por la nostalgia, que se amarán en jardines de vidrio a la luz de la Tierra. La América Latina y el Caribe, en cambio, perecen condenados a la servidumbre del presente: los desmanes telúricos, los cataclismos políticos y sociales, las urgencias inmediatas de la vida diaria, de las dependencias de toda índole, de la pobreza y la injusticia, no nos han dejado mucho tiempo para asimilar las lecciones del pasado ni pensar en el futuro.

Salvo honrosas y no demasiadas excepciones, y aunque hemos mejorado mucho desde que García Márquez pronunció estas palabras, los pueblos agraciados por la hermosa y transparente lengua castellana hemos vivido demasiado tiempo en soledad científica. Y ojalá no tengamos que terminar como lo hace una maravillosa novela que seguirá siendo, espero, amada y leída por los nietos de los nietos de nuestros nietos, en la que se cuenta la historia de un hombre al que un día su padre llevó a conocer el hielo, detalle que recordó frente al pelotón de fusilamiento. Ojalá, digo, la solitaria ciencia producida en los países bendecidos por nuestra lengua no tenga que hacer suyo ese final:

Las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.