Los clásicos mestizos novohispanos de mediados del siglo XVI Rodrigo Martínez Baracs
Academia Mexicana de la Lengua (México)

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Uno de los efectos en México del Encuentro de Dos Mundos fue el florecimiento, dos décadas después de la Conquista, a mediados del siglo XVI, de una producción de textos mestizos, en los que se mezclaron los géneros, las culturas y las lenguas (español, latín, taíno, náhuatl, purépecha, quiché, varios dialectos del mixteco, entre otras). Por su alto valor informativo y por su fuerza, belleza y significado humano, y carácter fundacional, bien pueden ser considerados clásicos, clásicos mestizos, como si los primeros intentos de realizar algo nuevo e inédito, fueran muchas veces también los más acertados o inspirados.

Por cierto, podría ser un magnífico «clásico mestizo» el supuesto primer libro impreso en México en 1539, la Breve y más compendiosa doctrina christiana en lengua mexicana y castellana, que Joaquín García Icazbalceta (1825-1894) incluyó a regañadientes en su Bibliografía mexicana del siglo XVI de 1886, rompiendo su propia regla de sólo incluir libros examinados de visu por él mismo o por colegas confiables. Esta temprana Doctrina christiana fue mencionada por Marcos Jiménez de la Espada (1831-1898) y Francisco González de Vera (1811-1896) en la compilación de Cartas de Indias publicada en Madrid en 1877, y por mucho que García Icazbalceta les escribió a ellos y a Manuel Remón Zarco del Valle (1833-1922) y José Sancho Rayón (1830-1900), jamás le informaron dónde se encontraba el libro ni le dieron un solo dato adicional, lo cual, además, retrasó la impresión de su Bibliografía mexicana del siglo XVI hasta 1886.

Acaso fue esta una de las «burlas bibliográficas» que se estilaban entre los bibliógrafos españoles de la época, favorecidas por la nueva tecnología fotolitográfica, muy particularmente dirigida a don Joaquín. Y acaso también fue una burla que el mismo Jiménez de la Espada solo en 1887 le mandara a García Icazbalceta, recién publicada su Bibliografía, documentos inéditos sobre los planes de publicación en 1539 de una Doctrina christiana en lengua de Mechuacan del franciscano fray Jerónimo de Alcalá (ca.1508-ca.1545), que no ha aparecido y que, de existir, sería el primer libro impreso en México, ciertamente un clásico mestizo.

Por el historiador J. Benedict Warren (1930-2021) sabemos que fray Jerónimo de Alcalá es autor también de un Arte de la lengua de Mechuacan, que tampoco se ha conservado, y de la hasta 1971 anónima Relación de Mechuacan, de 1541, dedicada al virrey don Antonio de Mendoza (1490-1552), y que se conserva en el Escorial, salvo la primera de sus tres partes, con su texto en español y sus pinturas. La primera parte perdida sobre religión y fiestas, basada en los relatos de los antiguos sacerdotes, petámutiecha, ha sido parcialmente subsanada con otros textos por estudiosos como el padre Francisco Miranda Godínez. La segunda parte trata de los chichimecas uacúsecha (‘águilas’) y su ocupación y conquista del territorio, tal como la narraba al pueblo el sacerdote mayor, el petámuti, al pueblo reunido en sus fiestas. Y la tercera parte trata de la organización política, social y económica del reino y de la conquista española, hasta la ejecución del cazonci Tangáxoan Tzintzicha en 1530, en la versión del nuevo gobernador indio de Michoacán, don Pedro Cuínierangari, que era de diferente linaje que el cazonci. El autor franciscano de la Relación de Mechuacan se presenta como mero intérprete de lo que le contaban, y aunque está escrito en español, procura rescatar palabras, giros y expresiones de la lengua michoacana. Por el carácter dramático de su narrativa, la Relación de Mechuacan ha sido reconocida como un clásico de la humanidad por el premio nobel Jean-Marie Gustave Le Clézio. Desde el punto de vista historiográfico tiene el defecto de ser una fuente demasiado rica y única sobre el pasado prehispánico y la conquista de Michoacán. Ha sido aprovechada desde múltiples puntos de vista, historiográficos e identitarios, y también ha sido objeto de un cuestionamiento crítico, necesario para ser debidamente aprovechada como fuente.

Aunque la primera gramática de una lengua indígena de la que tenemos noticia es la mencionada de fray Jerónimo de Alcalá de la lengua de Mechuacan, de 1539, la primera que se conserva es el Arte de la lengua mexicana del también franciscano fray Andrés de Olmos (1485/1491-1571), de 1547, que por alguna razón no se imprimió, aunque se le hicieron varias copias, que fueron aprovechadas en su tiempo y que fueron la base de la primera edición impresa del siglo XIX y de las del XX. Merece el título de clásico mestizo, junto con las relaciones históricas del propio padre Olmos, por la inteligencia, riqueza y buen oído de su aproximación primeriza a la lengua náhuatl, que capta en su especificidad, sin restringirse al esquema de la gramática latina de Antonio de Nebrija (1441-1522), como lo advirtieron sus editores Miguel León-Portilla (1926-2019) y Ascensión Hernández Triviño, quienes señalaron que el padre Olmos captó que, en la lengua mexicana, más que la sintaxis prevalecía la composición, una manera de referirse al carácter aglutinante de la lengua y, agregaría, omnipredicativo (es decir, que los sustantivos son frases verbales: nimomacehual significa «soy tu súbdito»). Los autores de artes o gramáticas de otras lenguas indígenas, igualmente aglutinantes, reconocerán este aporte fundamental del Arte de Olmos. Material para más de una investigación filológica e histórica.

De ese mismo año de 1547 es la primera versión conocida, impresa por Juan Pablos, de la Doctrina christiana en lengua mexicana de fray Pedro de Gante (1478/1480-1572), uno de los primeros tres franciscanos flamencos llegados en 1523 a México que iniciaron el estudio del náhuatl para cristianizar a los indios en su idioma. Es de difícil acceso esta edición, pues hay escasísimos ejemplares y solo uno, incompleto, está en línea. (No he podido consultar el de la Biblioteca Huntington de San Marino, California.) Pero existe una edición facsimilar de la edición o versión de 1553, más extensa, con una portada no idéntica, pero semejante, con el Per signus crucis en náhuatl, y con un grabado en el que un fraile les señala un libro a dos discípulos y les dice: Ichuca dióseueri uandacua, que significa «Esta es la palabra de Dios», pero no en lengua mexicana sino en lengua michoacana (tarasca o purépecha): ichuca >; ‘este/a; dios + -eueri > genitivo; uandacua > ‘palabra’; sin necesidad, como en náhuatl, del verbo «es». Lo cual hace pensar que tal vez se hizo este grabado michoacano en 1539 para la planeada Doctrina christiana en lengua de Mechuacan de fray Jerónimo de Alcalá. Después, el grabado michoacano fue utilizado en otros impresos.

La Doctrina christiana en lengua mexicana de fray Pedro de Gante no se ha traducido, me parece, en ninguna de sus dos versiones, pero su lectura en náhuatl permite apreciar el uso arriesgado de téotl, para referirse a Dios o a dios, y de tonantzin, ‘Nuestra madre’, para referirse tanto a in tonantzin sancta Iglesia, como a Tonantzin sancta María. Y esto en un contexto en el que había que contestar a los nahuas que preguntaban si «la siempre virgen Sancta María es dios (o Dios)» (Aquin tonantzin sancta maria in mochipa ychpochtli cuix teotl); a lo que contesta el maestro que «No es Dios (dios), es creatura de Dios, sólo es una reina muy pura» (ca niman amo teotl ma ytechca teotl çan cihuatlatocapilli cenca chipahuac).

La Doctrina de Gante tiene varios grabados, más en la versión de 1553 que en la de 1547, dos de ellos con la Virgen María, una de ellas, con parecido a varias versiones europeas de la Virgen, con corona, media luna y rayos, semejante a la de Guadalupe que estaba pintando el artista mexica Marcos Cípac de Aquino, alumno de Gante, en su Colegio de San José de los Naturales en la ciudad de México.

El año siguiente, 1554, el impresor Juan Pablos imprimió el libro del toledano Francisco Cervantes de Salazar (1514-1575), Commentaria in Ludovici Vivis Exercitationes in Linguae Latinae, enteramente escrito en latín, que incluye siete diálogos para el estudio de la lengua por los estudiantes de la recién fundada Real Universidad de México, tres de ellos dedicados a describir la ciudad, que son de alto valor literario e informativo. Los tradujo en 1870 don Joaquín García Icazbalceta. Están dedicados a la universidad, al interior de la ciudad y a su exterior, vista desde el cerro de Chapultepec. En estos últimos diálogos, dos vecinos de la ciudad (Zamora y Zuazus, que personifican a los ya fallecidos obispo Zumárraga [1468-1548] y licenciado Alonso de Zuazo [1466-1539]) se la muestran a un recién llegado, Alfarus, que personifica al arzobispo fray Alonso de Montúfar (1489-1572), que acababa de llegar, y a quien Cervantes de Salazar dedicó el libro. Entre otros pueblos y sus iglesias (Escapozalcus, Cujacanus, Tlacuba) le enseñan los de Tepeaquilla. Esta es la primera mención conocida, e impresa, de la iglesia del Tepeyac, aunque sin mencionar el culto allí rendido, guadalupano, mariano u otro. Los diálogos también se refieren de manera encomiástica a Antonio Valeriano, estudiante del Colegio de Tlatelolco, que es el posible autor del Nican mopohua original, primer relato en náhuatl de las apariciones guadalupanas, y al franciscano fray Francisco de Bustamante (1485-1562), gran orador, quien en 1556 se opondría vivamente al culto a la Virgen de Guadalupe impulsado por el arzobispo Montúfar. Esta presencia en los Diálogos de Cervantes de Salazar de varios personajes vinculados a los inicios del culto guadalupano en México, junto con las inéditas menciones al Tepeyac (Tepeaquilla) en varios episodios de la toma de la ciudad en su Crónica de la conquista de la Nueva España, lo involucran junto al arzobispo Montúfar y a los mexicas Antonio Valeriano (1524?-1605) y Marcos Cípac de Aquino, en la fundación del culto guadalupano. Por cierto, si bien han sido traducidos los diálogos latinos de Cervantes de Salazar, no ha sido traducido el conjunto del libro, los Commentaria, del que existe un solo ejemplar, incompleto, de la biblioteca de Joaquín García Icazbalceta conservada en la Biblioteca de la Universidad de Texas en Austin.

La iglesia del Tepeyac aparece también pintada por primera vez en el amplio Mapa de la Ciudad de México que realizaron los pintores del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco para planear las obras de reconstrucción de la ciudad destruida por las inundaciones de octubre de 1555. Llamado Mapa de Uppsala, por la Universidad donde se conserva, es otro clásico mestizo. Y los Anales de Juan Baptista y los del chalca Domingo Francisco de San Antón Muñón Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin (1579-1660), ambos en náhuatl, registran ambos «la aparición de la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac» en 1555 (in ihcuac monextitzino yn totlaçonantzin Sancta María Guadalope in Tepeyac), refiriéndose a la aparición de la imagen de la Virgen pintada por Marcos Cípac, o a la aparición de la Virgen misma, que pude suceder en un auto sacramental (acaso escrito por Valeriano) con lujo de efectos especiales, que se pudo representar en diciembre de 1555 en presencia de los seis mil trabajadores de México, Tetzcoco, Tlacopan y Chalco que trabajaron en la reconstrucción de la ciudad inundada, con sus mujeres y niños, y que esparcieron el mito de las apariciones de la Virgen.

Este conjunto de indicios lleva hacia 1555 a la redacción del relato original de las apariciones guadalupanas. Como se sabe, la versión más antigua que se conserva del Nican mopohua es la que incluye el libro que publicó casi un siglo después, en 1649, el bachiller Luis Lasso de la Vega, enteramente escrito en lengua náhuatl, titulado por su inicio Huei tlamahuiçoltica (Muy maravillosamente). Pero si bien hay indicios que apuntan a que Valeriano escribió la versión original del Nican mopohua en 1555, no es algo que pueda afirmarse con seguridad, y sigue siendo posible que su redacción haya quedado a cargo de Luis Lasso de la Vega, con el apoyo del jesuita Horacio Carochi (ca. 1579-1662), autor del Arte de la lengua mexicana, de 1645, o de alguno de sus discípulos, sin olvidar que Carochi aprovechó muchos materiales en náhuatl recopilados por fray Bernardino de Sahagún (1499-1590) y sus colaboradores.

Esta racha de creatividad de mediados del siglo XVI no se circunscribió al centro de México, puesto que de ese momento es la versión original del Popol Vuh (Libro del pueblo), relato de la creación en lengua quiché, redactado en el extremo oriental de la Nueva España, en Guatemala. A comienzos del siglo XVIII, el fraile dominico fray Francisco Ximénez (1666-1722) descubrió entre 1701 y 1703 en el pueblo de Chichicastenango una copia antigua del Popol Vuh, en lengua quiché, y la transcribió y tradujo, entre otras obras que le servirían para la elaboración del vocabulario y de la gramática de las tres lenguas principales de Guatemala (quiché, cakchiquel y zutuhil), que se conservan en la Biblioteca Newberry de Chicago. Hay una excelente edición en internet de esta primera traducción del Popol Vuh. Años después, el padre Ximénez realizó una segunda traducción del texto quiché y la incluyó en los primeros capítulos de su amplia Historia de la Provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala, compuesta entre 1715 y 1722, y publicada entre 1929 y 1931. La primera traducción, de 1701-1703, hecha en el momento por Ximénez, recién realizada la transcripción, es la más elemental, fuerte y poética, mientras que la segunda, de 1715, es más fluida, legible y cautivadora. El Popol Vuh ha sido objeto de muchas traducciones al español, inglés, francés y otras lenguas, y las que más me hablan y entiendo —tal vez debido a mi formación como historiador de la Nueva España— son las de Ximénez, particularmente la segunda. El padre Ximénez, vivió varios años entre los quichés, los confesaba, platicaba con ellos, los conocía, mucho mejor que los antropólogos con diversas inclinaciones ideológicas y académicas de los siglos xix y XX.

Ahora bien, el guatemalteco Adrián Recinos (1886-1962) estudió la cuestión de la elaboración de la versión original del Popol Vuh, la que descubrió y transcribió fray Francisco Ximénez en 1701-1703, y encontró que esta debió escribirse, al igual que los Anales de Totonicapan, por un equipo en el que participó el culto y politizado don Diego Reynoso, del pueblo de Utatlán, con el impulso de fray Domingo de Vico y otros frailes dominicos, hacia los años de 1554 y 1558. Los papeles de fray Francisco Ximénez acabaron llamando la atención de algunos investigadores, entre ellos el abad Charles Étienne Brasseur de Bourbourg (1814-1874), quien se llevó el original del Popol Vuh a Francia y lo comentó en su Histoire des nations civilisées du Mexique et de l'Amérique Centrale, de 1857-1859, y en 1861 publicó su traducción al francés del Popol Vuh, al que llama por primera vez con este nombre.

Ojalá se descubriera el manuscrito original del Popol Vuh de 1554-1558 y se encontrara el texto más amplio del que forma parte, porque su narrativa mitológica se ha visto confirmada por los descubrimientos de pinturas y textos en cerámica y murales de la región maya que, además, dan cuenta de una narrativa más amplia de la que forma parte. Es propio del misterio, que cuanto más se investiga, más se agranda.

Entre los clásicos mestizos novohispanos de mediados del siglo XVI habría que incluir por supuesto el primer vocabulario impreso en América: el Vocabulario en la lengua castellana y mexicana de fray Alonso de Molina (1510-1579), unidireccional y publicado en 1555; y su compleción dieciséis años después, en 1571, con su Vocabulario en lengua castellana y mexicana y mexicana y castellana, bidireccional, y su Arte de la lengua mexicana, además de su obra evangelizadora. Y a la vera inmediata de Molina, habría que considerar el conjunto de libros en lengua michoacana del francés fray Maturino Gilberti (1498-1585), publicados todos en escasos dos años: el Arte de la lengua de Michuacan, de 1558, la primera gramática impresa en América, y la segunda, la Grammatica Maturini, latina, de 1559; su Vocabulario en lengua de Mechuacan, de 1559, el primer vocabulario bidireccional, que antecedió en doce años al de Molina; y el breve Thesoro spiritual y el monumental Diálogo de doctrina christiana en la lengua de Mechuacan, el libro escrito en lengua indígena más extenso impreso en el periodo novohispano, que fue atacado de manera virulenta por el obispo de Michoacán, don Vasco de Quiroga (ca. 1470-1565). Pero de estos libros, riquísimos y de deleitosa lectura, me ocupé brevemente hace un rato en este Congreso, por lo que me conformaré con haberlos mencionado.

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La década de 1560 es rica en clásicos mestizos. Incluye la Doctrina christiana en lengua misteca del dominico fray Benito Fernández, publicado en 1567 y 1568 en dos variedades de la lengua mixteca, la de Tlaxiaco y la de Teposcolula, además de su Doctrina manuscrita en lengua chuchona, conjunto de doctrinas único por su registro dialectal, descubiertas en el siglo XIX por Joaquín García Icazbalceta, José Fernando Ramírez (1804-1871) y Francisco Pimentel (1832-1893), y que se complementa con documentación judicial en estas lenguas sobreviviente, y que nuestros colegas oaxaqueños estudian en las comunidades aún vivas.

De 1564 son los Coloquios de los Doce, de fray Bernardino de Sahagún, Antonio Valeriano y sus colaboradores, manuscrito bilingüe en náhuatl y español, parcialmente conservado en el Archivo Secreto Vaticano, y editado de manera ejemplar por Miguel León-Portilla. Se trata de un diálogo didáctico renacentista, pero basado en los que realizaron en 1524 los primeros doce franciscanos extremeños con los sabios mexicas, los tlamatinime (los que saben), confrontando las religiones mexica y cristiana. Su cuestionada «historicidad» ha sido confirmada por los diálogos religiosos del licenciado Alonso de Zuazo, entonces justicia mayor de la Nueva España, con los sabios mexicas en 1524 y 1525, que registró en fecha tan temprana como 1535 el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés (1478-1557).

Por supuesto, predominan los argumentos cristianos, pero el documento es único porque muestra un diálogo entre ambas religiones y culturas, y, aunque lo conocemos perfectamente dispuesto para la imprenta, obviamente nunca fue impresa sino hasta el siglo XX. Y de estos años son asimismo los manuscritos preparatorios de la Historia general de las cosas de la Nueva España, o Códice Florentino, de Sahagún y sus colaboradores nahuas, que son los Códices Matritenses (de la Real Academia de la Historia y del Real Palacio), a los que se suman los crípticos Cantares mexicanos.

Merecerían incluirse en la categoría de clásicos mestizos varias de las crónicas, anales e historias escritas en antiguos señoríos por indios o mestizos en las últimas décadas del siglo XVI y las primeras del XVII. Me refiero, entre otras, a las relaciones históricas del tlaxcalteca Diego Muñoz Camargo (1529-1599); las crónicas en español y náhuatl del mexica tenochca Hernando de Alvarado Tezozómoc (ca-1525-1609); las Relaciones y el Diario en náhuatl del chalca Domingo Francisco de San Antón Muñón Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin (traducidas por Rafael Tena); las obras históricas y literarias de los hermanos tezcocanos Bartolomé y Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (1568-1648); o la Relación en náhuatl del tlaxcalteca don Juan Buenaventura Zapata y Mendoza, traducida por Luis Reyes García (1935-2004) y Andrea Martínez Baracs.

Ninguno de estos anales fue impreso en su tiempo. Por ello adquirió importancia la obra impresa de fray Juan de Torquemada (1557-1624), su monumental Monarquía indiana, publicada en Sevilla en 1615 y reeditada en Madrid en 1725, rescatada por Miguel León-Portilla en tres ediciones, debido al valor de los textos e historias en lenguas indígenas o pictografías que describe o incorpora, algunas conocidas (y Joaquín García Icazbalceta habló de plagio a fray Jerónimo de Mendieta [1525-1604]) y otras desconocidas, para cuyo rescate León-Portilla coordinó la elaboración de una vital tabla de fuentes.

Otro clásico mestizo imprescindible de mediados del XVII es el Arte de la lengua mexicana del jesuita Horacio Carochi (en ediciones de Miguel León-Portilla y de James Lockhart [1933-2014]), que supera las gramáticas franciscanas (de fray Andrés de Olmos y fray Alonso de Molina) en la fonética y la sintaxis de la lengua, incorpora ejemplos en náhuatl tomados de las compilaciones elaboradas en el siglo XVI por los franciscanos y proporciona una clave de acceso fundamental para la lectura de los documentos judiciales cotidianos escritos en náhuatl en los pueblos de indios novohispanos, corpus descubierto por Lockhart en 1976.

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La densidad, variedad y riqueza del primer brote de producción de clásicos mestizos a partir de mediados del siglo XVI nos obliga a darles una mirada de conjunto. Se trata en su mayor parte de trabajos realizados por frailes (franciscanos y dominicos) en colaboración con sus alumnos y colaboradores indígenas, la mayoría nacidos en la época de la conquista o después. Como se sabe, los frailes buscaron cristianizar a la población indígena sin hispanizarla, sino aprendiendo sus lenguas para predicarles y confesarlos en ellas, con el apoyo de hijos de indios nobles gobernantes, a quienes, en sus colegios, les enseñaron español —y hasta latín, griego y hebreo— y elementos de teología cristiana y de cultura española y europea.

Estos alumnos de los frailes regresaron a sus señoríos, transformados en pueblos de indios con cabildo a la española, donde ocuparon cargos de gobernador, alcalde, regidor o escribano, y defendieron a los pueblos en el sistema judicial español que los reconocía como súbditos de la Corona. Los escribanos indios de los pueblos comenzaron a redactar desde los años cuarenta del siglo XVI documentos legales a la española, pero escritos en lenguas indígenas, predominantemente en náhuatl, recibidos en los tribunales españoles, dotados de intérpretes, lenguas o nahuatatos. Había documentos de muchos tipos, compraventas, pleitos, actas de cabildo y anales históricos, pero los más abundantes fueron los testamentos, y muchos de ellos merecen el título de clásicos mestizos, a juzgar por los testamentos en náhuatl publicados por Miguel León-Portilla y Susan Cline, James Lockhart y sus colaboradores, Teresa Rojas y los suyos, o Caterina Pizzigoni; y los testamentos en maya publicados por Matthew Restall. Y al decir clásicos mestizos debe entenderse también clásicos de la literatura mexicana.

Algunos de estos alumnos de los frailes permanecieron un tiempo con ellos en sus conventos y colegios (el de Santa Cruz de Tlatelolco, el de San José de los Naturales de Tenochtitlan, el del convento franciscano en Tzintzuntzan y el agustino de Tirípetio, en Michoacán, entre otros), y se integraron a la elaboración de obras vinculadas con la cristianización de los indios en sus propios idiomas, por lo que se pusieron a elaborar artes o gramáticas y vocabularios de ellas, obras de cristianización (confesionarios, doctrinas cristianas, más o menos compendiadas o extensas) y, además, historias, que podían ser altamente enciclopédicas como la Historia general de las cosas de la Nueva España de Sahagún, o el registro de una tradición religiosa oral, como el Popol Vuh.

Varios de los clásicos mestizos de mediados del siglo XVI (y en esto no difieren de algunos de los de las décadas siguientes) no fueron impresos, particularmente las historias. Algunos se conservaron y de una u otra manera pudieron ser rescatados y editados. En cambio, los artes, los vocabularios y las obras de doctrina cristiana sí fueron impresas (salvo el Arte de Olmos); hasta 1559 por Juan Pablos (¿-1560), y después por Antonio de Espinosa y Pedro Ocharte (1532-1592). Al principio se fueron elaborando en forma manuscrita, copiándose y ampliándose, antes de pasar finalmente a la imprenta. Pero en su conjunto, salvo excepciones, estos clásicos apenas han comenzado a ser estudiados, editados, difundidos y valorados en su belleza y en su valor fundacional de nuestra nación mestiza. Es mucho el trabajo que falta, si bien duro y exigente, no menos deleitoso.