Inteligencia artificial, regulación y la preservación del ser humano Guido Girardi
Chile

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Estamos viviendo una nueva era producto de la inteligencia artificial, una era en que enfrentaremos el cambio civilizatorio más profundo y rápido en la historia de la humanidad. Este cambio va más allá de un cambio político, cultural o de civilización, es también un cambio evolutivo.

Siempre las tecnologías han ido transformando nuestros cerebros, lo que permitió a nuestra especie —a diferencia de lo ocurrido con otras— evolucionar, desde el primer bípedo hace 7 millones de años, que liberó sus manos y expandió su cerebro. Luego, gracias a la fabricación de las primeras armas líticas, mejoró la caza y la alimentación y el cerebro creció, dando paso al homo habilis. Posteriormente la utilización del fuego y otras tecnologías permitieron acceder a ácidos grasos que aumentaron la mielinización y se produjo una nueva expansión en el tamaño del cerebro, dando paso al homo erectus, que luego evolucionó al homo sapiens. Todas las tecnologías han significado cambios en el cerebro que han ido haciendo a nuestra especie cada vez más performante.

Y hoy nos enfrentamos nuevamente a un profundo cambio evolutivo, pero a diferencia de lo ocurrido con las anteriores especies de homínidos —que evolucionaron lentamente— hoy enfrentamos cambios a la velocidad de la luz.

Las mismas tecnologías que ahora están cambiando nuestras vidas, están también modificando profundamente nuestro cerebro. Los cambios neuronales que permitieron el paso de homo erectus a homo sapiens demoraron más de un millón de años. En tanto, el cambio que se está generando hoy en nuestra especie, como consecuencia de las tecnologías digitales no demorará millones de años, sino sólo unas pocas décadas. En consecuencia, podríamos ser testigos, durante una generación del fin del homo sapiens y el surgimiento de nuestro continuador evolutivo.

Indiscutiblemente, nuestra inteligencia biológica enfrenta el desafío de una convivencia amónica con una inteligencia artificial que los propios humanos estamos creando. Pero nuestra inteligencia biológica es de lenta evolución y demoró 3.800 millones de años desde su surgimiento en la primera bacteria. La inteligencia artificial, que inició su desarrollo hace sólo 20 años, crece 100 veces en un año —un millón de veces en 10 años— y, según ha señalado Ray Kurswey, en 2045 será mil millones de veces mayor que la de todos los seres humanos juntos.

La velocidad vertiginosa del mundo digital supera con creces nuestra capacidad de pensar: nuestras conexiones neuronales se transmiten a 120 metros por segundo, mientras en el mundo digital la velocidad es de 300 millones de metros por segundo. Es otra escala: Es un fenómeno con tal aceleramiento que ni el cerebro humano ni las instituciones que hemos creado son capaces de procesar la inmensidad de datos de esta nueva era.

Adicionalmente, cada nuevo desarrollo tecnológico significa una nueva externalización de nuestras capacidades cerebrales, que vamos traspasando progresivamente a los algoritmos. Antes, cada persona sabía muchos números de teléfono y ahora eso descansa en la memoria del teléfono celular. Uno se trasladaba en la ciudad con capacidad personal de geolocalización y hoy dependemos de Waze. Le hemos entregado a Tinder gestionar una de las dimensiones más propias de lo humano, la búsqueda de nuestras parejas sexuales, transformando el amor en una optimización matemática. El Metaverso va aún más lejos: es un mundo en que todas nuestras experiencias emocionales y cognitivas responderán simulaciones de diseño, elaboradas por algoritmos, que nuestros cerebros no diferenciarán de las reales, dando paso a la externalización de nuestras capacidades de sentir y pensar. Hoy, GTP-3 o GTP-4 reflexiona, escribe por nosotros y nos pretende indicar por dónde va o debiese ir la humanidad. Estamos traspasando nuestras capacidades a las máquinas.

Si a lo anterior sumamos el exponencial desarrollo de la biotecnología, lo que estamos enfrentando es la emergencia de una nueva humanidad, que será producto de una evolución a escala tecnológica y no biológica.

Por ello, lo que está en juego en esta nueva era digital no son sólo los neuroderechos, la privacidad, la autonomía y la libertad, sino también la preservación de lo humano y la necesidad de definir qué queremos ser.

Si queremos que el ser humano subsista, debemos garantizar que los avances generados en materia de derechos humanos, de igualdad, de libertad, autonomía y equidad que hoy existen en nuestro mundo analógico estén plenamente vigentes también en el mundo digital.

La era digital tiene oportunidades gigantescas y la inteligencia artificial adecuadamente aplicada puede salvar al planeta. La paradoja es que, mientras mayor es nuestra inteligencia, mayor son las oportunidades, pero también mayores son los riesgos existenciales que enfrentamos.

Vivimos además una multicrisis en una sociedad que no gobierna, porque todo el chasis institucional responde a la segunda revolución industrial, con un sistema político, de educación y empresas que se crearon para el mundo del siglo XX. En el siglo xxi, con las instituciones del siglo pasado vivimos una crisis de gobernanza. Y con la obsolescencia institucional viene una incapacidad de gobernar el futuro, lo que lleva también a una grave crisis de la democracia.

Históricamente, las capacidades intelectuales se encontraban en los Estados, en los Gobiernos, en los parlamentos y en los partidos políticos, pero ahora han escapado, poniendo en riesgo las funciones de conducción y de pensamiento prospectivo, en momentos en que —con urgencia— necesitamos regular y poner normas ante los desafíos de la era digital. Sin normas, el futuro transcurrirá bajo la ley del más fuerte, en una negación de los avances que nos permitieron constituir sociedades.

La regulación que no hicimos oportunamente

Es posible decir que el combustible del siglo XX fue el petróleo. En el siglo XXI, el combustible son los datos y el motor son los algoritmos, que producen la inteligencia artificial: quien tenga el control de los datos y de la inteligencia artificial tendrá todo el poder económico, social, cultural y militar del futuro. Su control y apropiación son la gran disputa geopolítica del siglo XXI, cuando por primera vez —desde los tiempos del Imperio Romano— Europa esta fuera del poder y los datos de sus ciudadanos han sido apropiados por las plataformas americanas. Así se explica la brutal confrontación entre Estados Unidos y China.

A futuro, la lucha por la hegemonía del ciberespacio y el control de la inteligencia artificial tendrá como campo de batalla nuestros cerebros. Estos son los pozos petroleros en torno a los que las GAFAM —las cinco gigantescas empresas tecnológicas estadounidenses: Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft, que van adquiriendo todos los nuevos desarrollos que no son capaces de generar— disputarán con sus impresionantes competidoras chinas.

Las visiones de izquierdas y derechas fueron modeladas para la Segunda Revolución Industrial y no tienen respuestas frente a los desafíos del siglo XXI.

Enfrentaremos un nuevo clivage entre el «tecno-humanismo», por un lado, y el «tecno-liberarianismo siliconiano» o «tecno-autoritarismo», por el otro, en que las plataformas americanas y chinas afirman la obsolescencia del ser humano y de la democracia representativa por ser imperfectas. Asumen que su optimización y remplazo lo proporcionarán las máquinas, por tanto, el desarrollo tecnológico no debe ser limitado.

Estamos, entonces, frente a un desafío eminentemente político, que lamentablemente ha sido silenciado por las ideologías que controlan mundialmente el flujo de los datos, de los contenidos y de la información, quienes en —defensa del desarrollo desregulado promovido por Sillicon Valley o regulado sólo por un Estado autoritario— proponen el remplazo de la política, de las leyes y de las instituciones por la tecnología. Reducen, así, la importancia de la democracia y de la ética como fuentes de las respuestas ante las amenazas que enfrenta la humanidad

Ante eso, nosotros proponemos un «tecno-humanismo»: favorecer el desarrollo de la tecnología para el bienestar del ser humano y del planeta, regulando democráticamente aquellas dimensiones en que se puedan perturbar las grandes conquistas de nuestras sociedades en la búsqueda del bien común, la colaboración, la igualdad y el respeto a los derechos humanos.

Las redes sociales ya escaparon a una necesaria regulación. Las plataformas digitales privatizaron internet, se apropiaron de nuestros datos y nos manipulan, porque no fuimos capaces de actuar oportunamente.

La era digital está asociada a una nueva economía: la economía de la atención. Para lograr capturar nuestros datos y luego introducirlos en nuestros cerebros para modificar nuestros comportamientos, requieren atrapar la atención.

Y los contenidos que logran alcanzar el umbral de activación de la atención de manera más efectiva en nuestro cerebro reptiliano —la parte más básica en la evolución humana— son los contenidos falsos, polares, violentos o conspirativos, amplificados en las redes sociales por los algoritmos, para aumentar el flujo de datos y, por tanto, el negocio. Diversos estudios demuestran que los contenidos falsos circulan seis veces más que los verdaderos. A diferencia del mundo real —en que los periodistas y la ciencia verifican la veracidad de los contenidos— en las redes sociales y plataformas digitales no existe este chequeo, eliminando la frontera y desplazando los contenidos verdaderos a la marginalidad, emergiendo así un espacio de convivencia distópico, caótico y violento.

No existe posibilidad de democracia, de autonomía o libertad si no existe la verdad.

La sociedad es, tal vez, uno de los mayores avances de la humanidad, ya que constituye el cemento que permite la convivencia de los distintos y la articulación de la diversidad, de donde surge la comunidad y una inteligencia colaborativa. La personalización en las redes sociales hace todo lo opuesto: amenaza la existencia de la sociedad, separando y dividiendo en grupos de iguales que se autoadoctrinan y persiguen su propia fe, negando evidencia en contrario y la validez de la diferencia, polarizando así la conversación en el espacio público y privado.

Durante siglos, desde la aparición de la imprenta, nuestros cerebros han estado cableados neurobiológicamente para la palabra impresa, permitiendo la emergencia del pensamiento profundo que requiere de tiempo, concentración, silencio, donde el punto y la coma han sido fundamentales.

Las redes sociales, en cambio, son un espacio de zapping, en que los contenidos y la palabra se reactualizan en línea. Es un mundo lleno de ruidos, cacofonía, interrupciones y distracciones, lo que genera un nuevo pensamiento de la simplicidad, liviano y apresurado. Las redes son regentes del aceleramiento y la inmediatez, e imponen un ecosistema en que la respuesta reactiva desplaza a la reflexión.

La capacidad de concentración experimenta un proceso de degradación alarmante y peligrosa para la generación de pensamientos, para la interacción humana y para la autonomía. La interrupción y la distracción la descarrilan y, junto a la captura de la atención, reducen nuestras capacidades a una mínima expresión y nos dejan a merced de la manipulación digital.

Ya existe masiva evidencia de que las redes sociales generan adicción y de que estamos pasando en promedio más de seis horas diarias frente a las pantallas, en un fenómeno creciente en que las interacciones virtuales han ido reemplazando la interacción humana. Existe un síndrome generalizado, de temor de perderse una interacción —Fear of Missing Out o FOMO— que nos mantiene conectados, y un aumento sostenido en la prevalencia de los trastornos del juego, a partir de realidades crecientemente inmersivas, que se asocian a espacios en que se promueve la violencia y las descalificaciones.

A la sistemática pérdida de libertad y autonomía se sumarán transformaciones centrales en el mundo del trabajo y en su valor, con la desaparición de la mitad de los empleos en los próximos 20 años, aumento de ganancias del capital y precarización del empleo. Y la privacidad ha pasado a ser un accidente en la historia de la humanidad, porque, a partir de nuestra relación con la tecnología, somos totalmente transparentes.

Estas distopias amenazan con profundizarse en el Metaverso. A diferencia de internet, que nació como un espacio público que luego fue privatizado, este mundo virtual es privado y construido por las grandes plataformas digitales que, sin regulaciones, nos confinarán a un gran acuario en que podremos tener todas la experiencias y deseos que siempre hemos soñado, pero que serán vidas simuladas, de diseño algorítmico a través de redes neuronales artificiales. Nuestras vidas se trasladarán al Metaverso mediante avatares que inmortales que requerirían incluso un nuevo Código Penal para resguardar comportamientos humanos básicos.

El Metaverso avanza hacia la captura de parte de la economía del mundo real: solo en los últimos 6 meses se han invertido ciento veinte mil millones de dólares en este tipo de espacios, donde las criptomonedas, las finanzas descentralizadas y la venta de NFTs se encuentran fuera de toda regulación nacional e internacional

Es posible que, en un mundo sin trabajo y para sostener el futuro status quo distópico, sea necesaria la implementación de una renta básica universal que proporcione subsistencia a quienes estarán marginados de los ingresos o serán desplazados por las máquinas.

Luego del momento que vivimos hoy, en que habitar el Metaverso es una experiencia a la acceden personas de altos ingresos o pioneros en la tecnología, las curvas habituales de difusión de innovaciones llevarán a un ingreso masivo a este espacio, que probablemente terminará siendo más barato que las experiencias reales. Así, es posible que quienes sean desechados por los nuevos paradigmas como «económicamente inútiles» subsistan en el Metaverso y la vida en el mundo real se convierta en un privilegio de los ricos, que a su vez serán cada vez menos y concentrarán una riqueza y un poder cada vez mayor.

Anticiparnos al futuro

Frente a estas tendencias y los desafíos que involucran, nos planteamos la necesidad de adecuar nuestras instituciones para favorecer un pensamiento complejo y abarcativo, que pudiera dar respuestas y generar estrategias transformadoras, así como regular oportunamente esta nueva era de evolución tecnológica. Nos planteamos como desafíos preservar el humanismo, la sociedad, la democracia; recuperar la privacidad y la autonomía; y favorecer la igualdad.

Para ello, en el año 2011, en mi condición de presidente del Senado de Chile, generamos un espacio de encuentro para unir a la izquierda y la derecha, la política con las universidades, la Academia de Ciencias y el mundo intelectual, las universidades públicas con las privadas, los territorios con el centro o los empresarios con la sociedad civil a través de una comisión legislativa permanente, en que además los científicos pueden votar y presentar proyectos de ley.

Al mismo tiempo, creamos el Congreso Futuro, al que cada año invitamos a cerca de 100 de los principales científicos e intelectuales del planeta y que, con 12 ediciones, se ha transformado en el evento de ciencias y pensamiento nuevo más importante de Latinoamérica. Hemos logrado unir la ciencia nacional y mundial en eventos que alcanzan los cuatro millones de seguidores y en los que hemos enriquecido la reflexión con más de mil pensadores e investigadores de frontera, incluyendo más de cuarenta premios nobel, que generosamente han compartido su conocimiento con personas que masivamente tienen acceso gratuito a esta oportunidad altamente valorada como un antídoto al inmediatismo, en una democratización del debate sobre el futuro. En nuestra preocupación por lo que vendrá, replicamos anualmente esta iniciativa en un Congreso Futuro de Jóvenes y Futuristas, evento dirigido a niñas y niños.

Contamos además con mesas temáticas transversales con un total de más de 1.200 integrantes en las que también se unen la izquierda y la derecha, universidades públicas, privadas, nacionales y regionales, disciplinas diversas, mundo empresarial y sociedad civil, lo que nos ha permitido avanzar en políticas y estrategias nacionales, recogidas también por los Gobiernos de turno, en las que, desde el análisis de los territorios, hemos logrado construir respuestas no sólo para el desarrollo de Chile, sino también para resolver problemas planetarios.

En ese contexto, recogimos y compartimos las alertas que estaba levantando el doctor Rafael Yuste y, en un evento científico mundial que él condujo, se consolidaron las bases científicas para avanzar en la definición y regulación de neuroderechos y preservar la integridad cerebral y la indemnidad mental. Eran momentos en que Elon Musk anunciaba la futura comercialización de neurotecnologías directas con las que se podrían leer en el cerebro los pensamientos, los sentimientos e incluso el inconsciente. Y si se pueden leer los neurodatos, también se pueden escribir, poniendo pensamientos y sentimientos ajenos en los cerebros de las personas. Se trataba, entonces, de que estas mismas tecnologías que se podrían usar para curar enfermedades mentales neurodegenerativas, las consecuencias de accidentes o incluso traumas, se desarrollaran con el indispensable límite de respetar a la persona humana.

A través de una reforma constitucional establecimos la progresión de los derechos humanos en los neuroderechos para generar un marco ético y regular también las neurotecnologías indirectas, como las plataformas digitales y el Metaverso

Además de garantizar la integridad cerebral y la indemnidad mental, se estableció la necesidad de garantizar la privacidad, impidiendo la extracción sin consentimiento de neurodatos; de garantizar la identidad y autonomía, impidiendo la introducción de neurodatos sin consentimiento; de garantizar el acceso equitativo a las neurotecnologías, como en el caso de eventuales aumentos de la capacidad intelectual o prolongación de la vida; y de garantizar la protección frente a sesgos de algorítmicos, como adicciones, contenidos falsos, violentos, o la manipulación.

Para viabilizar esta reforma constitucional, Rafael Yuste y un elenco internacional de neurocientíficos agrupados en el Morningside Group elaboraron las bases científicas que fueron publicadas en la revista Nature. Posteriormente, reunimos a las principales universidades chilenas encabezadas por sus rectores, nos reunimos con el presidente de la República y organizaciones de la sociedad civil, lo que produjo un amplio consenso, permitiendo que la reforma constitucional de neuroderechos se convirtiera en una de las pocas leyes que han sido aprobadas en forma unánime, tanto en el Senado como en la Cámara de Diputados de Chile.

Al mismo tiempo, para poner en acción los neuroderechos, presentamos adicionalmente una ley que regula las neurotecnologías directas como las propuestas por Elon Musk. Estas tendrán, al igual que los dispositivos médicos y medicamentos, la obligación de registrarse en el Instituto de Salud Pública de Chile, estableciendo sus usos y efectos adversos, y necesitarán un consentimiento progresivo, con un sistema de sanciones civiles y penales.

La protección de los neuroderechos con rango constitucional, en una iniciativa que ha sido pionera en el mundo, nos ha permitido trabajar en otros proyectos de ley que materializan estos derechos en otros ámbitos, como las plataformas digitales y el Metaverso. Actualmente, también estamos asesorando a los expertos y expertas del nuevo proceso constituyente chileno.

En esta tarea urgente y también en los futuros debates que, con certeza, continuarán apareciendo conforme avanza la tecnología, lo más importante es tener en mente que, en cada una de las decisiones que vamos a estar tomando, estará en juego si queremos preservar lo humano y al humano o estamos dispuestos a cederle el paso a nuestro continuador evolutivo.