Del mestizaje a la lengua comúnÁngel López García-Molins
Universitat de València (España)

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Resumen

Se pretende mostrar la singularidad hispánica de la relación entre lengua mestiza y cultura multirracial. Lo normal en todos los colonialismos europeos que se expandieron por otros territorios fue que la lengua invasora acabase englobando múltiples culturas: es lo que sucedió en Siberia con el ruso, en la India con el inglés, en Senegal con el francés, etc. Por el contrario, en América Latina, donde ni la Corona ni la Iglesia tuvieron interés en promover el español, la base poblacional difusora de la lengua, los mestizos, vino antes y su adopción del español como lengua común vino después. Hay varias razones para ello, pero la primera de todas es que el español ya había surgido como lengua común de una sociedad multicultural a lo largo del camino de Santiago. Todo ello requiere tratar con delicadeza y sensibilidad las relaciones entre el español y las demás lenguas de su espacio, tanto en Europa como en América.

Este congreso se realiza bajo los auspicios de un título problemático: «Lengua común, mestizaje e interculturalidad». Es cierto que nuestra lengua soporta una comunidad inmensa. Sin embargo, no es seguro que todos sus usuarios se sientan cómodos con la idea, tal vez porque «lengua común = lengua mestiza» les parezca una ecuación errónea. Al fin y al cabo, todo colonialismo extendido sobre amplios territorios soporta una base mestiza. ¿Acaso no son el inglés, el francés, el ruso, el árabe..., como redes que capturaron un conjunto de culturas y de lenguas y de las que resultaron poblaciones mestizas?

¿Por qué destacar algo así en el caso del español? Veamos. Mestizaje e interculturalidad no son conceptos equivalentes. La interculturalidad es consecuencia inevitable de la expansión de un idioma. Las grandes lenguas mundiales siempre son interculturales, acaban englobando pueblos de muchos otros idiomas, cuyos espacios se van achicando progresivamente. Ya ocurrió con el latín en la edad antigua, y hoy sucede lo mismo con el ruso o con el inglés. La Nueva España o el Perú no se concibieron así. Las razones son conocidas y han sido expuestas muchas veces. Las potencias coloniales necesitan difundir su idioma: es preciso que las sociedades coloniales conozcan la lengua del invasor para facilitar la expansión de la economía, que es lo que hay detrás del colonialismo. Esto ya ocurría en la época de los romanos —no hay más que ver el paisaje de las Médulas en León—, pero alcanza su mayor desarrollo con la revolución industrial del XIX1. Sin embargo, a mi entender, existe una diferencia capital en el caso del español donde el «mestizaje viene antes y la interculturalidad, después». Por eso, en los primeros siglos se practicó un colonialismo atípico, el cual privilegiaba la captación de las almas sobre la de los clientes. En Latinoamérica la expansión de la lengua fue una iniciativa de los mestizos, no de la Corona ni de los poderes económicos de la metrópoli.

Esto no solo es así porque el mestizaje biológico fuera más antiguo y resultara más intenso en Perú, en México o en Colombia que en la India, en Nigeria o en Singapur. Se debe, sobre todo, a que el primero es un mestizaje de origen y el segundo, de destino. A ver si logro explicarme. A los gramáticos nos entusiasma la cuestión del genitivo subjetivo y objetivo, vale decir, de sujeto o de objeto. Ya ocurría en latín: por ejemplo, metus hostium significa o bien «el miedo de los enemigos» (con el nombre como sujeto: los enemigos temen) o bien «el miedo a los enemigos» (con el nombre como objeto: tememos a los enemigos). Los escolásticos escribieron largo y tendido a propósito de la ambigüedad estructural de la frase amor Dei. El español y las demás lenguas románicas conservan la anfibología del genitivo latino mediante la preposición de y sus variantes.

Aunque la cabra tire al monte y los gramáticos tiremos al genitivo, no crean que todo esto que les cuento es una extravagancia. He traído a colación el tema para invitarles a que consideren la expresión «lengua del mestizaje». Hay grandes lenguas mundiales que han facilitado el mestizaje y que por ello usan «lengua del mestizaje» en sentido genitivo objetivo: la India, un país que reconoce veintidós grupos lingüísticos en su constitución, mantiene el predicamento del inglés, la antigua lengua colonial, porque permite tender un puente entre todas las culturas que conforman el inmenso país. Estados Unidos también han echado mano del inglés para servir de fundamento al melting pot, solo que en calidad de idioma nacional. No son situaciones comparables por la importancia de la antigua lengua colonial en cada caso, pero sí lo son estructuralmente: en estos dos países el inglés facilita el mestizaje, que es su producto. Se trata de un uso genitivo objetivo: la lengua inglesa favorece / asegura el mestizaje de la aldea global.

Pues bien, no es el caso del español. Porque la lengua española no facilitó el mestizaje, al contrario, fueron los mestizos los que la adoptaron para hacer más llevadera su vida. Se trata de un genitivo subjetivo: el mestizaje favorece la consolidación del español. El mestizaje es el sujeto, el origen; la lengua española es el objeto, el producto. Esto no quiere decir que el español no fuera una lengua colonial, aunque, como es bien sabido, los territorios americanos no fueron colonias, sino virreinatos, es decir, que venían a ser una especie de estados asociados a una confederación preexistente, la que conformaron el reino de Castilla-León, la corona de Aragón y poco después también el reino de Navarra a comienzos del siglo XVI. Hay muchas pruebas que avalan la afirmación de arriba. Por lo pronto, antes del siglo XVIII no hubo especial interés por difundir el español en América, sino por facilitar la propagación del cristianismo entre los indígenas. Como es sabido, se favorecieron algunos idiomas amerindios (las lenguas generales: el quechua, el maya, el guaraní, el muisca...) en detrimento del idioma europeo, al que le pusieron palos en las ruedas excluyéndolo de la predicación. Hay quien piensa que se trató de una actitud egoísta, para evitar la competencia de los nuevos súbditos de la corona en el acceso a los cargos públicos. No hay que descartarlo, pero lo cierto es que en Senegal se promovía el francés; en Nigeria, el inglés; en Namibia, el alemán; en Tayikistán, el ruso; en Indonesia, el holandés..., mientras que en la Nueva España o en el Perú se obstaculizaba todo lo posible la expansión del español.

No es una afirmación gratuita. Miguel León Portilla2 destacaba, en un simposio celebrado en el Colegio Nacional de México, que los Austrias estaban acostumbrados al plurilingüismo de sus estados europeos y que trasladaron esta misma política a sus nuevos dominios americanos favoreciendo las lenguas indígenas vehiculares (se ha encontrado una serie de cartas de indios mames escritas en náhuatl solicitando a la Corona que remueva al obispo de Guatemala). La cosa llegó hasta el punto de que, en 1550, Rodrigo de la Cruz, un fraile que vivía cerca de Jalisco, escribe al emperador Carlos V proponiéndole que se implante el náhuatl como lengua general de la Nueva España. ¡Increíble, los súbditos indígenas del rey de España le escriben en su lengua y hay quien la quiere generalizar como idioma común! Esto, en la metrópoli, no pudo hacerse en catalán, en euskera o en gallego hasta la transición política que siguió a la muerte de Franco. Y apenas resulta imaginable, todavía, en Escocia, en Bretaña o en Nápoles.

No sirvió de nada. Cuando se produce la independencia de las naciones americanas a comienzos del siglo XIX, todas ellas reclaman en sus constituciones la condición de «lengua nacional» para el español. Precisamente el español, la lengua de los «odiados españoles, acreedores de la detestación universal», como decía Simón Bolívar. Y eso que en la metrópoli dicha condición no se reconoció hasta la constitución de la II República en 1931. ¿Qué había sucedido? Pues simplemente que entre los criollos y los indígenas habían surgido mestizos de diversos grados, interesados en progresar en el ámbito urbano de los negocios y de la administración, por lo que habían adoptado la lengua española como propia. Siempre lo habíamos sospechado, pero desde los estudios de Luis Fernando Lara3 lo sabemos de forma positiva.

No fue la primera vez. Entre el siglo X y el siglo XIII el propio español surgió a partir del latín como lengua de intercambio entre gentes de variada procedencia a lo largo del camino de Santiago, entre Estella y León4. No se trataba de una lengua nacional, sino de un instrumento de comunicación notablemente dúctil que luego, a partir del XV, adoptaron gentes de lengua gallega en el oeste y gentes de lengua catalana en el este. Antes, sin embargo, lo hicieron suyo otros mestizos culturales que se repartían por las urbes de casi toda España: los judíos. Dichos mestizos intelectuales, que tenían serios problemas de integración en la cultura hispánica por motivos religiosos, la lograron a base de convertir aquella koiné mestiza del camino de Santiago en su lengua propia, el judeoespañol. Así le hicieron, de paso, un inmenso favor: la convirtieron en una lengua de cultura al propiciar el tránsito de la escuela de traductores de Toledo, que vertía sus textos al latín, hasta un prerrenacimiento, impulsado por el gran rey Alfonso X el Sabio de Castilla, donde la lengua meta pasó a ser el español. La confusión onomástica «castellano» o «español» se origina aquí. Pero dicho sintagma induce a error, deberíamos decir, si acaso, «español» o «castellano»: el español vino antes, el castellano, que no es sino un español elaborado, llegaría después.

Ya ven: el español, esa lengua que hacen suya y promueven los mestizos biológicos de América, ya había sido hecha suya y promovida hasta en dos ocasiones por los mestizos culturales de España. Es un curioso sino de la lengua española este de que la promuevan siempre los mezclados, personas con alguna de las numerosas posibilidades de mezcla de sangres que llegaron a reconocerse en los cuadros de castas que tan populares llegaron a ser en México y en Perú en el siglo XVIII. El pasado mestizo de la Edad Media reaparece incluso en algunas denominaciones de la época colonial: por ejemplo, la voz «morisco» puede aludir a españoles de religión musulmana que viven en territorios de dominación cristiana en España, pero también a los hijos de mulatos con españolas en América.

Esta fundamentación mestiza de la lengua española está teniendo en la actualidad una nueva epifanía relacionada con su condición de lengua transnacional. Se ha señalado el papel tan destacado que desempeñan los aprendices de español L2 para la consolidación de nuestro idioma como lengua global. En este campo resulta especialmente relevante la convivencia —problemática, pero fecunda— del español con el inglés en Estados Unidos, porque a nadie se le escapa que el hecho de que las dos lenguas globales de Occidente aumenten progresivamente sus espacios de alternancia de código y de coexistencia vivencial está dando lugar a una nueva cultura idiomática que recuerda, mutatis mutandis, a la cultura clásica grecolatina.

No quisiera que mis palabras les diesen una impresión equivocada. Lo que he dicho constituye una constatación objetiva, pero sería erróneo extraer cualquier conclusión triunfalista. Es sabido cómo las sociedades en las que se da un extenso mestizaje biológico caen con facilidad en la tentación del racismo. Las denominaciones del otro no dejan lugar a dudas: los judíos conversos fueron llamados marranos durante la época barroca en España, mientras que en este mismo periodo en América ciertas castas se denominaban con curiosas frases despectivas, alusivas al retroceso social que representaba la pertenencia a las mismas, por ejemplo: «tente en el aire», «no te entiendo» o «torna atrás». El mestizaje, esa ideología admirable que fue glosada por Vasconcelos en su ensayo La raza cósmica, puede encubrir intolerancias peligrosas. Esto, que resulta obvio en las razas, debería serlo también cuando se habla de mestizaje lingüístico.

El español es un gran idioma y, entre los grandes, se trata del único que surgió primariamente por los mestizos y no para los mestizos. Pero el español convive con otros idiomas, tanto en Europa como en América, y, honradamente, sus hablantes no siempre los hemos tratado con el debido respeto. Mientras el español no mejore sus condiciones de convivencia con el catalán, el gallego o el vasco en España; mientras en América no haga lo mismo con el quechua, el nahua, el guaraní, el mixteco, el aymara, el maya, el mapuche... y así hasta un centenar de idiomas originarios, su condición mestiza estará en entredicho y, con ella, su propia legitimación histórica. Me alegra comprobar que en el programa de este congreso se han previsto varias sesiones destinadas a tratar la cuestión. Este es el cuarto CILE al que asisto y creo que el problema del multilingüismo de las sociedades hispánicas sigue siendo una asignatura pendiente. Recuerdo que en Rosario (2004), mientras se celebraba el III CILE en el principal teatro de la ciudad, algunas cuadras más allá se estaba celebrando un contra-congreso paralelo en el que se reivindicaban todos estos idiomas que conviven con el español. Es una lástima que ambos acontecimientos no fueran uno solo: las sociedades hispánicas son plurilingües por definición, porque si no lo fueran, difícilmente sería el español una lengua mestiza.

Tampoco hay que cargar las tintas, algo a lo que los hispanos somos demasiado aficionados. Porque el mestizaje lingüístico soportado por un idioma común, que estoy pregonando, ya era una tradición del mundo indígena, el cual funcionaba siguiendo patrones pre hispánicos. Se suele decir que el quechua era la lengua del imperio de los incas. Cierto, aunque los aristócratas incas no hablaban familiarmente quechua, sino puquina, su lengua secreta. Sin embargo, como el quechua estaba más extendido lo convirtieron en la «lengua general» para garantizar la comunicación entre sus súbditos. ¿Y al llegar los españoles? Pues por sorprendente que pueda parecer, según dije, nada cambió: los misioneros adoptaron estas lenguas generales para su predicación —el quechua en el Perú, el nahua en Nueva España, etc.—, las fijaron en más de un centenar de «artes» (la primera fue la del quechua, escrita por Fray Domingo de Santo Tomás, en 1560) y se preocuparon por explicarlas en universidades fundadas al efecto, como la de San Marcos de Lima. La conversión «oficial» del español en lengua común vendría luego, en el siglo XIX, tanto en América como en España.

La hispánica es una sociedad multilingüe que navega peligrosamente entre dos escollos, entre la roca Escila de un modelo jacobino de tipo francés y la roca Caribdis de un modelo agregativo de tipo suizo. En el primero, hay un idioma, promovido por el poder, que desplaza a todos los demás convirtiéndolos en patois. En el segundo, la inhibición del poder conduce a un ramillete de idiomas ferozmente indiferentes. No queremos ni un modelo ni otro. Lo que queremos es salvaguardar la comunidad en la pluralidad.

Termino ya. Plutarco, en sus Vidas paralelas, atribuye a Pompeyo la frase «navigare necesse est, vivere non necesse». No sabemos si el general romano dijo exactamente eso, nos basta con que la frase haya perdurado en esta forma. Si vivir es simplemente seguir como hasta ahora, a los hispanohablantes no nos interesa. Lo que necesitamos es navegar, explorar nuevas posibilidades que resultan del fundamento mestizo del idioma y crear a partir de ahí. El tiempo dirá si lo logramos, pero no nos perdonaría nunca que tan siquiera lo hayamos intentado.

Notas

  • 1. Ernest Gellner (1983), Nations and Nationalism. Londres: Blackwell. Volver
  • 2. Miguel León Portilla (2020), «Perduración y riesgos en la supervivencia del náhuatl desde la Independencia de México hasta el presente», en Extinción y pérdida de las lenguas. México: El Colegio Nacional, pp. 37-55. Volver
  • 3. Luis Fernando Lara (2008), «Para la historia de la expansión del español por México», NRFH, LVI-2, pp. 297-362. Volver
  • 4. Ángel López García (1985), El rumor de los desarraigados. Barcelona: Anagrama. Volver