Camilo José Cela

Aviso de la defensa de nuestra lengua común: el español Camilo José Cela, Premio Nobel de Literatura 1989

El cordobés Séneca nos pide mesura hasta en el sufrimiento y el belmontino Gracián nos aconseja que seamos breves.

Pues bien, mesurada y brevemente, siguiendo estas dos sabias y prudentes normas, pruebo a dar mi aviso de la defensa de nuestra lengua común, el español, aquella en que a Cervantes, al decir de Unamuno, Dios le dio el Evangelio del Quijote y, los años andando, los cien libros gloriosos que nacieron a esta orilla de la mar: hablo de la lengua en la que tenemos nuestra histórica e inmediata circunstancia y la fortuna de saberla digna y suficiente, firme y saludable, lozana y adecuada a los usos, afanes y necesidades que nos animan a seguir viviendo en ella y, en nuestro caso, también para ella puesto que en ella nos expresamos ustedes y yo y trescientos millones de seres humanos más, casi todos en este continente.

Aristóteles piensa que la escritura es la representación del habla y el habla lo es de la mente, y para mí tengo que el alma tiembla en la voz que se pronuncia y se serena cuando la palabra se pone al servicio de las ideas nobles y duraderas: la defensa de nuestra lengua común, pongamos por caso.

La noticia de la Gramática de Nebrija está, desde hace breves años, en boca de todos con motivo de su quinto cumplesiglos y con frecuencia se nos recuerda que en ella, ya comenzado el prólogo, su autor dice a la benemérita institución que siempre la lengua fue compañera del Imperio. Actualicemos los criterios, pongamos en el lugar de la palabra señaladora de tan solemne concepto, envejecido ya tras los quinientos años pasados desde entonces, una voz que designe alguna noción en actual y vigente candelero, por dispares que pudieran parecernos las unas de las otras —cultura, nota o marca o seña de identidad, revolución, mercado, lo que fuere— y no nos será difícil intuir lo que quiso señalar Nebrija, esto es, que la lengua es un arma, una herramienta primordial, insubstituible por ninguna otra y necesaria para darnos sentido y presencia y abrir las más amplias perspectivas a nuestros anhelos.

Repárese en que el pensamiento de nuestro glorioso gramático, puesto al día, cobra una frescura que nos alerta de su verdad, y no olvidemos tampoco su serena y cierta advertencia en este trance de hoy. Ahora nos corresponde dejar constancia de la idea de Cervantes de que no hay ningún camino que no se acabe como no se le oponga la pereza y la ociosidad; propongámonos no olvidar esta sutil sabiduría cuya presencia tanto vamos a necesitar.

La posibilidad de entendimiento crece o mengua en función del auge o la desnutrición de otra posibilidad condicionadora, la de la comunicación. Los hombres cultos del siglo xx dejamos escapar de la mano la bendición que hubiera supuesto convertir, mejor dicho, conservar al latín como la lengua culta internacional y los hombres cultos del siglo xxi tendrán que estar alertas para evitar que el español deje de ser la lengua común de todos nosotros, lo que sería un despropósito histórico e incluso político.

Como amante de la lengua, de las lenguas, de todas las lenguas, preconizo que juguemos a sumar y no a restar, que apostemos al alza y no a la baja, que defendamos la libertad de las lenguas y sus hablantes, soñemos con la igualdad de propósitos y troquemos la fraternidad de los juegos florales y los discursos de artificio y su escenografía caduca e inoperante, por la justicia de la implacable erosión semántica, esa ilusión que acabaría perfeccionando al hombre en paz.

Sí. No usemos la lengua para la guerra, y menos para la guerra de las lenguas, sino para la paz, y sobre todo para la paz entre las lenguas. De la defensa de la lengua, de todas las lenguas, sale su fortaleza, y en su cultivo literario y siempre progresivo se fundamenta su auge y su elástica y elegante vigencia.

Quisiera ser muy cauto en mis apreciaciones pero tampoco debo dejar huir este momento que se me brinda para no callarme: quien la ocasión pierde, decía San Juan de la Cruz, es como quien soltó el avecica de la mano, que no la volverá a cobrar.

Los españoles y los hispanoamericanos somos dueños y usuarios de una de las cuatro lenguas del ya próximo futuro, ya sabéis bien que las otras son el inglés, el árabe y el chino, dicho sea sin desprecio de ninguna otra y guiado no más que por consideraciones de inercia histórica en las que, claro es, ni entro ni salgo.

Nuestra lengua común, el español, ha venido siendo ignorada cuando no zaherida oficial y administrativamente en diversos países y desde que la memoria alcanza y tan solo en estos gozosos momentos y con motivo de nuestros necesarios y saludables encuentros, parece que se hace una clarita en el horizonte. ¡Ojalá la suerte nos acompañe a todos!

Es doloroso que, siendo la nuestra una de las lenguas más hermosas y poderosas y eficaces del mundo, casi nadie, salvo las honrosas y gloriosas excepciones del venezolano Andrés Bello, de los colombianos Miguel Antonio Caro y Rufino José Cuervo, del español Ramón Menéndez Pidal y de los mejicanos Alfonso Reyes y Francisco J. Santamaría, quizá entre otros próceres del pensamiento, se haya preocupado de enseñarla con amor y de defenderla con airoso y elegante entusiasmo.

Los hispanohablantes hemos visto cómo se perdía nuestra lengua en las Filipinas, cómo va camino de perderse en Guinea, en el Sahara y, ¡ay!, entre los hijos de los emigrantes españoles e iberoamericanos; parece ser que, por fin y en buena hora, nos hemos dado cuenta del peligro y estamos conjurando, atajando, el riesgo de la dispersión.

A todo puede ponerse coto con inteligencia y con paciencia, bien es cierto, pero quizá metiendo, antes de nada, un poco de orden en nuestro pensamiento y el necesario coto a nuestras inexplicables e ingenuas vergüenzas. Y recordemos siempre que en los Estados Unidos los hispanohablantes se llaman hispanos a sí mismos con todo orgullo e incluso con muy diáfanas connotaciones políticas.

Sacudámonos falsos pudores que nos dificultan ver claro; os recuerdo a los americanos que habláis el español que ésta es la lengua común de todos, ni más ni menos nuestra que vuestra ni al revés, y que todos, queramos o aun sin quererlo, somos, por la lengua que hablamos y escribimos, hispanos o hispánicos o íberos o ibéricos. Y bajo cualquiera de ambos dobles gentilicios caben también los portugueses y los brasileños porque ni Hispania ni Iberia quieren ni quisieron decir nunca España, que es entidad mucho más moderna, sino que señalaron siempre la entera Península Ibérica, esto es, España y Portugal. Los hispanohablantes, por fortuna para nosotros, somos el arquetipo del antirracismo puesto que nuestro denominador común es la cultura y no el color de la piel.

Pido a nuestros gobiernos un poco de dinero para esta noble causa: la de la defensa de nuestra herramienta de comunicación. La lengua es la más eficaz de todas las armas, ya quedó dicho, y la más rentable de todas las inversiones: nunca es tarde para que empecemos a poner nuestros ahorros al servicio de los futuros beneficios que serán de todos y que servirán para todos.

Y me callo ya porque tampoco soy quien para abusar del tiempo que se me regala; porque, según Alfonso X el Sabio, el mucho hablar hace envilecer las palabras y porque, para Cervantes, siempre Cervantes, no hay razonamiento que, aunque sea bueno, siendo largo lo parezca.